Es frecuente que se establezcan paralelismos entre los fascismos del periodo de entreguerras y los populismos de derecha radical actuales. Existen, sin duda, y se han comentado desde esta misma columna, pero también son notables las diferencias. Hay una que tiene relevancia ideológica y que muestra, además, la distancia que existe entre nuestra sociedad y las de hace un siglo: el enemigo imaginado que articula y otorga fuerza a esos movimientos. Para el nacionalsocialismo era la plutocracia judía, para el fascismo italiano, menos preocupado por la minoría hebrea hasta 1938, el liberalismo político, la masonería y todos los socialismos, por definición internacionalistas, en lo que coincidía con los alemanes, y, aunque cuando se convierte en partido, en 1921, abandona las iniciales veleidades republicanas y socializantes, también defendía un sindicalismo que lo distanciaba, al menos formalmente, de los grandes capitalistas; el falangismo hispánico quería construir un Estado nacionalsindicalista y, como los nazis, «repudiaba», literalmente, «el sistema capitalista».
La moderna extrema derecha conserva del fascismo la retórica antipolítica y anticomunista, o antisocialista, aunque no se atreva a cuestionar la democracia, pero ha abandonado completamente la anticapitalista. El enemigo no son los plutócratas, sino los intelectuales, la élite culta y sofisticada, no necesariamente rica. Su populismo se fundamenta en la exaltación del plebeyismo, en el sentido peyorativo que le otorga al término «plebeyo» el diccionario de la RAE: «vulgar, populachero, grosero». Podría considerarse que es más sincera que su precedente fascista, en realidad bastión violento de un capitalismo que se veía amenazado y al que no solo salvó de la revolución, sino que convirtió en aliado en la construcción de sus sistemas totalitarios, pero también muestra cinismo al presentarse como democrática.
La ultraderecha ya no necesita vestirse de un «socialismo» o «sindicalismo» «nacional» para conseguir apoyo popular. La desaparición de la URSS y de casi todos los sistemas políticos herederos del estalinismo y la debilidad de la socialdemocracia lo hacen innecesario. Donald Trump puede rodearse de multimillonarios, él mismo pertenece a esa categoría, y presentarse como el defensor del pueblo frente a las «élites». Milei se ha convertido en un líder populista defendiendo el ultraliberalismo económico y la desigualdad social, incluso se mofa del ambiguo concepto de «justicia social», algo inédito. A Putin le basta con el nacionalismo, el militarismo, la religión y la eficacia del sistema represivo, la gran herencia del estalinismo. Eso sí, todos, también Orbán, tienen capitalistas propios, a los que entregan el país, y enemigos, los que se atreven a disentir. Lo grave para ellos es atreverse a ser libre, incluso si se es rico.
El fascismo tradicional también hacía gala de la vulgaridad y la grosería, que combinaba con la brutalidad, pero solo combatía a las élites culturales que le eran hostiles, incluso procuraba rodearse de intelectuales y artistas afines. A Trump eso le trae al fresco, le basta con presentadores bocazas de televisión o charlatanes de Internet. Hasta un antivacunas incluirá, como ministro de sanidad, su nuevo gobierno, verdadera galería de monstruos. No es la única causa de su éxito, pero Trump, Musk y sus secuaces del resto del globo se han adaptado mucho mejor que los defensores de la democracia, la libertad, la tolerancia y la igualdad al mundo de pantallas y redes sociales.
Esta eclosión del plebeyismo, o babayismu, el éxito del '¡muera la inteligencia!', ha desconcertado tanto a las izquierdas como a las derechas democráticas, que incluso se han visto infectadas por el virus. Si no logran recuperarse, solo cabe confiar en que los populismos autoritarios fracasen antes de que consigan transformar las democracias en regímenes «iliberales».
El hundimiento de los sistemas regidos por el comunismo posestalinista supuso más el triunfo del capitalismo que de la democracia liberal. Se ha impuesto una admiración por los ricos, de la que fue pionera Italia con el encumbramiento de Berlusconi, que viene acompañada del éxito de la ideología de la competitividad. El deseo del enriquecimiento personal se ha impuesto sobre la búsqueda del bienestar colectivo. Acaba de cerrarse la llamada COP29, una conferencia sobre el clima, organizada por la ONU, que se ha celebrado en Azerbaiyán, un país que vive de la producción y exportación del petróleo que, además, es una tiranía hereditaria que acaba de realizar una limpieza étnica de los armenios de Nagorno-Karabaj, mientras la ONU y las democracias miraban para otro lado. Ilham Alíyev, presidente desde hace más de 21 años, es hijo del antiguo presidente y miembro del KGB Heydar Alíyev y tiene como vicepresidenta a su esposa, Mehriban Aliyeva. El resultado de la conferencia fue el esperable. Solo algún periódico recordó que el país está dominado por la misma familia desde que era una república soviética y que todavía sigue persiguiendo a los armenios, además de a cualquiera que se le ocurra disentir. Son ricos, es lo que importa.
No hay buenas perspectivas para el mundo en 2025. Es posible que terminen las guerras de Ucrania y de Palestina, pero con las victorias de Putin y de Netanyahu, amigos de Trump. La ultraderecha israelí ya dice abiertamente que está dispuesta a crear un Estado «desde el río hasta el mar», es probable que los árabes estadounidenses que se abstuvieron en las elecciones acaben echando de menos a Kamala Harris. Un giro proteccionista en EEUU hará mucho daño a las economías de todo el planeta. Su política energética dañará todavía más al planeta mismo. Los radicales de todos los continentes se verán estimulados por el ejemplo norteamericano, se acaba de comprobar en Rumanía. Europa debería servir de contrapeso, pero tiene el enemigo dentro. China, que ha logrado la cuadratura del círculo al combinar una dictadura de partido con raíces estalinianas y el capitalismo, será rival de los Estados Unidos de Trump, pero no alternativa ideológica o ética.
Comentarios