«Pero, buen amigo, yo no he recibido la menor instrucción; solo sé leer y eso mal. ?Precisamente lo único que te perjudica es saber leer, aunque sea mal. Para gobernar al pueblo no hacen falta hombres provistos de buena cultura y de buena educación. Se necesitan ignorantes que, además, sean unos granujas. […] Tus cualidades son únicas para ser un demagogo a pedir de boca: voz terrible; natural perverso; desvergüenza de plazuela; en fin, cuanto se necesita para actuar en política».
El texto que reproduzco no es una cita extraída de una biografía de Donald Trump, sino la descripción que hacía el ateniense Aristófanes, casi 2.500 años atrás, de las cualidades de un buen demagogo. Poco ha cambiado la condición humana, pero, más que reflexionar sobre eso, lo que pretendo es poner de relieve que la demagogia es una enfermedad natural de la democracia, nació con ella. Los griegos de la antigüedad la veían como un camino directo hacia la tiranía, ahora diríamos dictadura o régimen autoritario, aunque su triunfo no era irreversible. No es un consuelo diagnosticar la vejez del mal, pero sí permite situarlo como una anomalía conocida que puede tener remedio.
A pesar de los titulares de muchos periódicos y de la opinión de la mayoría de los analistas, ni la victoria de Donald Trump fue arrolladora ni la derrota de Kamala Harris supuso un hundimiento catastrófico de los demócratas. El primero obtuvo el 50,4% de los votos y la segunda el 48%, según los datos provisionales; la diferencia entre ambos no llega a cuatro millones de votos populares, es parecida a la que Hillary Clinton le había sacado al líder republicano en 2016, cuando ganó en sufragios, pero perdió en el colegio electoral. En 2020, Biden ganó con más del 4% de diferencia y más de siete millones de votos. La victoria de Trump fue bastante ajustada, aunque logró quedarse con los votos electorales de los estados decisivos, algo que tiene mucho de aleatorio, por eso en el colegio la distancia es mayor.
Que buena parte de la clase obrera vote a los republicanos no es algo excepcional, Ronald Reagan obtuvo en 1984 el 58,77% de los sufragios, parece imposible que pudiera conseguirlos si solo le hubiesen votado los blancos ricos y los agricultores. Tampoco es la única vez que un partido accede a la Casa Blanca y controla las dos cámaras del Congreso, aunque sea más habitual que los electores prefieran establecer un contrapeso institucional y la oposición tenga mayoría parlamentaria o, al menos, en una de ellas. Lo verdaderamente anómalo, lo que puede resultar catastrófico y es, como mínimo, alarmante, es que el líder del partido triunfador sea Donald Trump. Eso ha herido y desconcertado a los demócratas.
De acuerdo con los parámetros europeos, el Partido Demócrata no es un partido de izquierdas, quizá se acercó bastante a serlo en la época de Roosevelt, pero tras su muerte llegó la guerra fría y el liderazgo pasó al conservador Truman. Sí fue desde entonces más liberal, en el buen sentido de la palabra, que el Partido Republicano y tiene un sector de sus políticos y votantes que se aproxima a la izquierda, pero también un fuerte componente centrista, incluso de centroderecha, aunque la deriva ultraconservadora de sus rivales pueda hacer que también a estos se los vea como «progresistas», término, por otra parte, bastante indefinido. Que contase tradicionalmente con el voto de buena parte de la clase obrera no lo convierte ni en un partido obrero ni, menos todavía, en socialista o socialdemócrata. Aunque los últimos líderes demócratas proceden de la clase media, Roosevelt, Kennedy o Carter pertenecían a familias ricas.
En principio, leyendo solo los números, los demócratas podrían recuperar a sus votantes tradicionales y, dado el estrecho margen de votos que los separa de los republicanos, recobrar el poder si encuentran buenos candidatos y son capaces de presentar propuestas atractivas. El problema reside en la extrema polarización a que ha llegado la sociedad norteamericana, que casi ha liquidado el centro político y dificulta el trasvase de votos entre partidos, y, de nuevo, en que enfrente tienen al demagogo Trump.
Asombra que un millonario con una trayectoria más bien turbia en los negocios, rodeado de archimillonarios como Elon Musk, pueda haber logrado aparecer como el antisistema representante del pueblo y conseguido que se identifique a los demócratas, liderados por una fiscal de color y con un profesor de secundaria como candidato a vicepresidente, como los representantes de las élites. Es el triunfo de la demagogia, un enemigo al que no va a ser fácil combatir ni en América ni en Europa.
Una tentación peligrosa, que se aprecia en columnistas y politólogos y que ha calado en un sector de la izquierda europea, especialmente en Alemania y Francia, es la de combatir la demagogia de derechas con otra de izquierdas. Peor incluso es que se proponga que la demagogia de izquierdas asuma algunos de los postulados de la derecha radical, como el rechazo primario a la inmigración, o que atempere el feminismo para recuperar apoyo social masculino y de mujeres de ideas tradicionales.
Trump se ha beneficiado del malestar producido por los elevados precios de los bienes de consumo para obtener los votos indecisos que le han llevado al triunfo, pero el problema reside en los millones de personas que lo siguen incondicionalmente. Eso va a ser lo más difícil de cambiar y ahí está el verdadero peligro. Es cierto que la demagogia tiene una debilidad: una de sus características es la de decirle al pueblo lo que este quiere oír, lo que conduce a realizar promesas difíciles de cumplir. Joe Biden no tenía ninguna intención de estimular la inflación, los precios subieron debido a la guerra de Ucrania. Trump puede tener suerte, pero su anunciada política proteccionista es inflacionista, veremos lo que realmente hace y qué consecuencias tiene. La expulsión de once millones de inmigrantes parece imposible y puede dar lugar a escenas terribles, dignas de una verdadera limpieza étnica, otra cosa es que si no consigue llevarla a cabo le eche la culpa al clima o a una conspiración de los demócratas y el establishment. Una ventaja del sistema político norteamericano es que las próximas elecciones de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado se celebrarán dentro de dos años, a mitad de mandato, y lo tradicional es que castiguen al presidente y otorguen mayoría a la oposición.
En cualquier caso, lo que debe conducir a reflexión es la victoria de un tipo como Trump y la radicalización del Partido Republicano por voluntad de sus electores. Internet y las redes sociales han extendido la falsa percepción de que todo el saber está al alcance de la mano. Siempre recordaré una conversación que mantuve hace décadas, cuando Internet estaba en ciernes y no existían los teléfonos móviles y las redes sociales, con el sabio ribadense Dionisio Gamallo Fierros. Se quejaba entonces de la proliferación de «expertos» en todos los temas, caracterizados por su ignorancia. Me decía que se iba a imprimir una tarjeta de visita que pusiese «Dionisio Gamallo, experto en todas las experteces». Ahora, con un vistazo a la Wikipedia, la lectura de un mensaje de cualquier indocumentado en una red, o de un manipulador a sueldo de un Trump o de un Putin, y la visión del vídeo de un «influencer» más o menos pico de oro, son muchos los que se consideran bien informados o incluso expertos en cualquier materia. Es la orteguiana rebelión de las masas llevada al extremo.
La cada día más débil formación que ofrece la enseñanza primaria y secundaria, incluso la universitaria, es incapaz de frenar la expansión de la osada estupidez. Se extiende el babayismo «empoderado», el lector no asturiano puede traducirlo por «cuñadismo». No es la única causa del éxito de la demagogia populista, pero sí la explica en buena medida. No se trata de esclarecer el giro social hacia la derecha, sino de comprender cómo un tipo como Donald Trump puede convertirse en presidente de los Estados Unidos, algo de lo que cualquier norteamericano cabal debería estar profundamente avergonzado. No va a ser fácil combatir ese fenómeno social, pero es necesario intentarlo y no es buen camino confundir el fin del fracaso escolar con el aprobado gratuito.
Eso no quita que las izquierdas o las corrientes democráticas reformistas deban plantearse por qué no conectan con amplios sectores sociales. No es posible tratar ahora el tema en profundidad, pero sí dejar algunas ideas para la reflexión. El populismo de la derecha radical proyecta una imagen optimista, por falsa que sea o aunque busque la recuperación de un pasado idealizado que nunca existió, mientras que el progresismo parece haberse inclinado hacia el conservadurismo (conservemos lo que tenemos, aunque no sea perfecto, cualquier cambio en el sistema nos hará empeorar) y un catastrofismo que solo anuncia distopías y desastres. Por otra parte, esa posición defensista conduce a un prohibicionismo poco meditado, molesto o dañino para muchos, generalmente los más desfavorecidos.
No debería ser irrelevante para las izquierdas que sean los pobres los que tengan los coches más contaminantes y que los necesiten para vivir y trabajar; que los alimentos ecológicos y la carne de ganadería extensiva de pastoreo sean mucho más caros que los de cultivos tratados y abonados con productos químicos o la de animales estabulados; que el pescado de piscifactoría sea el único fresco que pueden permitirse quienes tienen bajos ingresos; que a muchos les guste el vino y la cerveza, inseparables de la dieta Mediterránea y de la de cualquier país longevo, y a los productores les asusten las campañas contra ellos; que otros consideren que tienen derecho a ser los que decidan si quieren dejar de fumar y que se irriten si se les prohíbe hacerlo incluso al aire libre; que se acepte mal que el Estado se meta hasta en el cuidado y la crianza de las mascotas, con disposiciones de difícil ejecución y que también tienden a dificultar y encarecer la adquisición de animales tan comunes como perros y gatos.
Hay que combatir el cambio climático, disminuir en todos los aspectos la contaminación del planeta, pero evitando que las medidas que se adopten castiguen a los que peor viven, realmente, a la mayoría que tiene dificultades para llegar a fin de mes. También deberían darse cuenta las izquierdas de que estamos en una sociedad que cada vez tiene menos obreros, mientras crece el sector servicios, y en la que los autónomos son cada día más numerosos, quizá por eso las promesas de bajada de impuestos resultan tan atractivas y llegan a opacar las subidas del salario mínimo, a las que tampoco quito importancia. El mundo está cambiando, ya no sirven las recetas del siglo XIX y también envejecen las del XX. Para triunfar sobre la demagogia hacen falta nuevas ideas y recobrar el mensaje optimista.
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