Un mal milenario que se cierne sobre la democracia

OPINIÓN

Trump, el miércoles pasado durante un mitin en Florida, después de conocer su victoria.
Trump, el miércoles pasado durante un mitin en Florida, después de conocer su victoria. Callaghan O'Hare | REUTERS

13 nov 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

«Pero, buen amigo, yo no he recibido la menor instrucción; solo sé leer y eso mal.  ?Precisamente lo único que te perjudica es saber leer, aunque sea mal. Para gobernar al  pueblo no hacen falta hombres provistos de buena cultura y de buena educación. Se  necesitan ignorantes que, además, sean unos granujas. […] Tus cualidades son únicas  para ser un demagogo a pedir de boca: voz terrible; natural perverso; desvergüenza de  plazuela; en fin, cuanto se necesita para actuar en política». 

El texto que reproduzco no es una cita extraída de una biografía de Donald Trump,  sino la descripción que hacía el ateniense Aristófanes, casi 2.500 años atrás, de las  cualidades de un buen demagogo. Poco ha cambiado la condición humana, pero, más que  reflexionar sobre eso, lo que pretendo es poner de relieve que la demagogia es una  enfermedad natural de la democracia, nació con ella. Los griegos de la antigüedad la veían  como un camino directo hacia la tiranía, ahora diríamos dictadura o régimen autoritario,  aunque su triunfo no era irreversible. No es un consuelo diagnosticar la vejez del mal,  pero sí permite situarlo como una anomalía conocida que puede tener remedio. 

A pesar de los titulares de muchos periódicos y de la opinión de la mayoría de los analistas, ni la victoria de Donald Trump fue arrolladora ni la derrota de Kamala Harris  supuso un hundimiento catastrófico de los demócratas. El primero obtuvo el 50,4% de los  votos y la segunda el 48%, según los datos provisionales; la diferencia entre ambos no  llega a cuatro millones de votos populares, es parecida a la que Hillary Clinton le había  sacado al líder republicano en 2016, cuando ganó en sufragios, pero perdió en el colegio  electoral. En 2020, Biden ganó con más del 4% de diferencia y más de siete millones de  votos. La victoria de Trump fue bastante ajustada, aunque logró quedarse con los votos  electorales de los estados decisivos, algo que tiene mucho de aleatorio, por eso en el  colegio la distancia es mayor. 

Que buena parte de la clase obrera vote a los republicanos no es algo excepcional,  Ronald Reagan obtuvo en 1984 el 58,77% de los sufragios, parece imposible que pudiera  conseguirlos si solo le hubiesen votado los blancos ricos y los agricultores. Tampoco es  la única vez que un partido accede a la Casa Blanca y controla las dos cámaras del  Congreso, aunque sea más habitual que los electores prefieran establecer un contrapeso institucional y la oposición tenga mayoría parlamentaria o, al menos, en una de ellas. Lo  verdaderamente anómalo, lo que puede resultar catastrófico y es, como mínimo, alarmante, es que el líder del partido triunfador sea Donald Trump. Eso ha herido y  desconcertado a los demócratas. 

De acuerdo con los parámetros europeos, el Partido Demócrata no es un partido  de izquierdas, quizá se acercó bastante a serlo en la época de Roosevelt, pero tras su  muerte llegó la guerra fría y el liderazgo pasó al conservador Truman. Sí fue desde  entonces más liberal, en el buen sentido de la palabra, que el Partido Republicano y tiene  un sector de sus políticos y votantes que se aproxima a la izquierda, pero también un  fuerte componente centrista, incluso de centroderecha, aunque la deriva ultraconservadora de sus rivales pueda hacer que también a estos se los vea como  «progresistas», término, por otra parte, bastante indefinido. Que contase tradicionalmente  con el voto de buena parte de la clase obrera no lo convierte ni en un partido obrero ni,  menos todavía, en socialista o socialdemócrata. Aunque los últimos líderes demócratas  proceden de la clase media, Roosevelt, Kennedy o Carter pertenecían a familias ricas. 

En principio, leyendo solo los números, los demócratas podrían recuperar a sus  votantes tradicionales y, dado el estrecho margen de votos que los separa de los  republicanos, recobrar el poder si encuentran buenos candidatos y son capaces de  presentar propuestas atractivas. El problema reside en la extrema polarización a que ha  llegado la sociedad norteamericana, que casi ha liquidado el centro político y dificulta el  trasvase de votos entre partidos, y, de nuevo, en que enfrente tienen al demagogo Trump. 

Asombra que un millonario con una trayectoria más bien turbia en los negocios,  rodeado de archimillonarios como Elon Musk, pueda haber logrado aparecer como el  antisistema representante del pueblo y conseguido que se identifique a los demócratas,  liderados por una fiscal de color y con un profesor de secundaria como candidato a  vicepresidente, como los representantes de las élites. Es el triunfo de la demagogia, un  enemigo al que no va a ser fácil combatir ni en América ni en Europa. 

Una tentación peligrosa, que se aprecia en columnistas y politólogos y que ha  calado en un sector de la izquierda europea, especialmente en Alemania y Francia, es la de combatir la demagogia de derechas con otra de izquierdas. Peor incluso es que se  proponga que la demagogia de izquierdas asuma algunos de los postulados de la derecha  radical, como el rechazo primario a la inmigración, o que atempere el feminismo para  recuperar apoyo social masculino y de mujeres de ideas tradicionales. 

Trump se ha beneficiado del malestar producido por los elevados precios de los  bienes de consumo para obtener los votos indecisos que le han llevado al triunfo, pero el  problema reside en los millones de personas que lo siguen incondicionalmente. Eso va a ser lo más difícil de cambiar y ahí está el verdadero peligro. Es cierto que la demagogia  tiene una debilidad: una de sus características es la de decirle al pueblo lo que este quiere  oír, lo que conduce a realizar promesas difíciles de cumplir. Joe Biden no tenía ninguna  intención de estimular la inflación, los precios subieron debido a la guerra de Ucrania.  Trump puede tener suerte, pero su anunciada política proteccionista es inflacionista,  veremos lo que realmente hace y qué consecuencias tiene. La expulsión de once millones  de inmigrantes parece imposible y puede dar lugar a escenas terribles, dignas de una  verdadera limpieza étnica, otra cosa es que si no consigue llevarla a cabo le eche la culpa  al clima o a una conspiración de los demócratas y el establishment. Una ventaja del  sistema político norteamericano es que las próximas elecciones de la Cámara de  Representantes y un tercio del Senado se celebrarán dentro de dos años, a mitad de  mandato, y lo tradicional es que castiguen al presidente y otorguen mayoría a la oposición. 

En cualquier caso, lo que debe conducir a reflexión es la victoria de un tipo como  Trump y la radicalización del Partido Republicano por voluntad de sus electores. Internet  y las redes sociales han extendido la falsa percepción de que todo el saber está al alcance  de la mano. Siempre recordaré una conversación que mantuve hace décadas, cuando  Internet estaba en ciernes y no existían los teléfonos móviles y las redes sociales, con el  sabio ribadense Dionisio Gamallo Fierros. Se quejaba entonces de la proliferación de  «expertos» en todos los temas, caracterizados por su ignorancia. Me decía que se iba a  imprimir una tarjeta de visita que pusiese «Dionisio Gamallo, experto en todas las  experteces». Ahora, con un vistazo a la Wikipedia, la lectura de un mensaje de cualquier  indocumentado en una red, o de un manipulador a sueldo de un Trump o de un Putin, y  la visión del vídeo de un «influencer» más o menos pico de oro, son muchos los que se  consideran bien informados o incluso expertos en cualquier materia. Es la orteguiana  rebelión de las masas llevada al extremo. 

La cada día más débil formación que ofrece la enseñanza primaria y secundaria,  incluso la universitaria, es incapaz de frenar la expansión de la osada estupidez. Se  extiende el babayismo «empoderado», el lector no asturiano puede traducirlo por  «cuñadismo». No es la única causa del éxito de la demagogia populista, pero sí la explica  en buena medida. No se trata de esclarecer el giro social hacia la derecha, sino de  comprender cómo un tipo como Donald Trump puede convertirse en presidente de los  Estados Unidos, algo de lo que cualquier norteamericano cabal debería estar  profundamente avergonzado. No va a ser fácil combatir ese fenómeno social, pero es necesario intentarlo y no es buen camino confundir el fin del fracaso escolar con el  aprobado gratuito. 

Eso no quita que las izquierdas o las corrientes democráticas reformistas deban  plantearse por qué no conectan con amplios sectores sociales. No es posible tratar ahora  el tema en profundidad, pero sí dejar algunas ideas para la reflexión. El populismo de la  derecha radical proyecta una imagen optimista, por falsa que sea o aunque busque la  recuperación de un pasado idealizado que nunca existió, mientras que el progresismo  parece haberse inclinado hacia el conservadurismo (conservemos lo que tenemos, aunque  no sea perfecto, cualquier cambio en el sistema nos hará empeorar) y un catastrofismo  que solo anuncia distopías y desastres. Por otra parte, esa posición defensista conduce a  un prohibicionismo poco meditado, molesto o dañino para muchos, generalmente los más  desfavorecidos. 

No debería ser irrelevante para las izquierdas que sean los pobres los que tengan  los coches más contaminantes y que los necesiten para vivir y trabajar; que los alimentos  ecológicos y la carne de ganadería extensiva de pastoreo sean mucho más caros que los  de cultivos tratados y abonados con productos químicos o la de animales estabulados; que  el pescado de piscifactoría sea el único fresco que pueden permitirse quienes tienen bajos  ingresos; que a muchos les guste el vino y la cerveza, inseparables de la dieta  Mediterránea y de la de cualquier país longevo, y a los productores les asusten las  campañas contra ellos; que otros consideren que tienen derecho a ser los que decidan si  quieren dejar de fumar y que se irriten si se les prohíbe hacerlo incluso al aire libre; que  se acepte mal que el Estado se meta hasta en el cuidado y la crianza de las mascotas, con  disposiciones de difícil ejecución y que también tienden a dificultar y encarecer la  adquisición de animales tan comunes como perros y gatos. 

Hay que combatir el cambio climático, disminuir en todos los aspectos la  contaminación del planeta, pero evitando que las medidas que se adopten castiguen a los  que peor viven, realmente, a la mayoría que tiene dificultades para llegar a fin de mes.  También deberían darse cuenta las izquierdas de que estamos en una sociedad que cada  vez tiene menos obreros, mientras crece el sector servicios, y en la que los autónomos son  cada día más numerosos, quizá por eso las promesas de bajada de impuestos resultan tan  atractivas y llegan a opacar las subidas del salario mínimo, a las que tampoco quito  importancia. El mundo está cambiando, ya no sirven las recetas del siglo XIX y también  envejecen las del XX. Para triunfar sobre la demagogia hacen falta nuevas ideas y  recobrar el mensaje optimista.