Los árboles se van despojando de sus hojas, que van cayendo como si flotasen en el aire mientras suena el piano con Las Estaciones de Tchaikovsky desbordando melancolía y serenidad. Mientras en nuestros campos pisamos la alfombra del otoño, en Valencia siguen chapoteando en el barro y la tragedia en un mar de desinformación y guerra de culpas que en vez de cesar se hace cada día más ruidosa. Las familias de las víctimas lloran su desgracia.
El arqueólogo Antón Rodríguez Casal me hace llegar a través de un amigo intermediario una crónica de 1795 del ilustrado valenciano Cavanilles que da cuenta de la tragedia de 1775 en lugares que suenan estos días, Buñol, Chiva, Cheste, Poyo, Catarroja, Torrent. El agua fue «esparciendo por más de dos leguas los tristes despojos y los cadáveres de los pobres que no pudieron evitar la muerte». En 1957 nadie le arrojó puñados de lodo a Franco. Al contrario, se puede ver en el Nodo cómo era aplaudido a su paso y era acompañado por una masa henchida de gratitud en su recorrido triunfal por la ciudad destruida por las aguas. Es lo que tienen las dictaduras: que hay que ver, sufrir, oír y callar. Pese a la «impotencia de los medios», decían. Eran tiempos, pero hay mucho nostálgico.
Desde entonces, no se ha dejado de construir sobre la soberanía del agua, que de cuando en vez, pero cada vez más, viene a recuperar sus dominios. Ahora, el Estado, supuestamente fallido, tendrá que enviar toneladas de euros para recuperar la vida en los lugares asolados por la dana. Una especie de concierto, y no es el de Cataluña. ¿Invertirán el dinero en seguir construyendo en los cauces de los torrentes?