La lamentable cadena de errores cometidos en Valencia para gestionar la DANA, ha puesto de manifiesto una escandalosa descoordinación de las administraciones, sorprendidas primero y pasivas después, ante una catástrofe de inmensa magnitud. Tal como siguen aflorando nuevos datos que podrían aclarar los detalles de tamañas equivocaciones, no nos queda mucho más que resignarnos a que en un futuro la justicia, si no está también manipulada, exija responsabilidades, mucho más no se puede esperar de quienes dicen que dos y dos son cinco. A ese futuro no llegaremos a corto plazo, hay que asumirlo, lo previsible es que los capotazos de unos y las falsedades de otros alarguen el proceso para que el interés ciudadano se vaya diluyendo en la memoria oscura de las pesadillas.
Las contradicciones y la inacción han impedido minimizar el resultado de la devastación. Hoy nadie duda que si se hubiera actuado con la celeridad probablemente el número de muertos y desaparecidos sería menor. Se hubiera evitado además el inmenso sufrimiento de la población abandonada a su suerte (sin agua, sin comida, sin luz, sin comunicaciones) y tal vez los daños materiales fueran menores. Que Mazón, tal como se desprende, se haya resistido a pedir ayuda al Gobierno central y Sánchez afirme muy ufano que si quiere más recursos que los pida, parece ser el argumento de una película de terror. Cinco días después del desastre, todavía se veían en televisión muchos más vecinos luchando contra la penuria que soldados, UME, policías y guardias civiles. Abrumado, se me ocurrió fantasear con la idea de que la reacción de los madrileños ante la invasión napoleónica haya sido casi idéntica, como los retrató Goya, rechazando a los gabachos con palos, azadas, cuchillos de cocina y escobas.
La justificación esgrimida oficialmente para explicar la no intervención de estas fuerzas de seguridad pone los pelos de punta; según parece, sin autorización no podrían entrar en los pueblos, aunque la gente se estuviera ahogando en el lodo. Este plato de amargo drama no parece de fácil digestión en un país europeo, estamos acostumbrados a presenciar imágenes de la cólera de la naturaleza en otras latitudes donde la miseria y la pobreza niegan a sus víctimas la posibilidad de defenderse. Será que de vez en cuando hay que hacer bueno el dicho de que España termina en los Pirineos, desde luego la imagen externa que hemos dado no es precisamente para presumir, solo nos salva el orgullo de demostrar que nuestra infinita capacidad de sacrificio y generosidad es la misma que en el dos de mayo madrileño.
Los políticos nos separan y a su pesar y vergüenza nosotros nos unimos. Lope escribió Fuenteovejuna vaticinando con lucidez que el «todos a una» se convertiría en un lema popular para rechazar al pérfido, y cuatro siglos después mantiene su vigencia plenamente. El agua atacó a los valencianos y solo su impulso solidario se enfrentó al señor de la lluvia. Casi todos a una mientras en los despachos de Madrid y Valencia se jugaba al póker y la máquina del fango, en este caso de lodo asesino, repartía sus horrores indiscriminadamente.
En aquella época de Lope, Cervantes firmaba el Quijote, probablemente no tan ajeno a que en sus personajes también nos seguiríamos reflejando siglos después. Hemos visto a 15.000 héroes dirigiéndose decididamente a los pueblos anegados, armados de cepillos, botas de agua y poco más contra los molinos de viento, 15.000 quijotes que reaccionaron con la espontaneidad inmaculada del ser humano, sin calcular recompensas ni el regalo de poltronas calientes. El espectáculo era hermoso, como hermoso es ser testigo de la ejemplaridad. Durante los primeros días vimos igualmente a una señora mayor apostada en la puerta de su joyería para impedir el pillaje. Era la viva imagen tierna del Sancho que se resiste a perder ni un centímetro de su ínsula. Pobrecilla, tal vez su único patrimonio se lo llevaran los hijos de puta que la riada no había conseguido arrebatarle.
Descansen en paz los muertos y descansemos en paz los vivos para prepararnos a sufrir una temporada inolvidable. En realidad, estamos acostumbrados al dolor y a los farsantes, somos un pueblo que aguanta bien la mortificación: primero fue la colza que vendieron unos desalmados a la gente humilde, después el Prestige nos sorprendió con unos pequeños hilos de plastilina, poco más tarde el 11M añadió a la tragedia de 192 fallecidos un imprevisible resultado electoral impuesto por el vengativo yihadismo, y finalmente el covid nos destrozó a su antojo. Hasta la próxima…
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