Uno de los bulos más tétricos del terror de Valencia es el del aparcamiento de Bonaire. Durante el fin de semana alguien dijo que en sus entrañas inundadas hasta el techo yacían los cadáveres de mil personas, aunque la apuesta fue subiendo con las horas, porque una característica de los bulos es que no están sometidos a las normas estrictas de la verdad, ni siquiera a las de los hechos ciertos. Con cada recuento al alza de los sepultados se recalentaba el morbo, de manera que en estas últimas horas, mientras el periodismo se iba abriendo paso, cundió en algunos una especie de decepción, algo así como un chasco disimulado por tener que renunciar a un chute de adrenalina, a la euforia del horror. Como si el balance de muertos oficial no fuese suficiente. Como si fuesen mucho mejor dos mil, tres mil, mil millones de muertos que los más de doscientos confirmados hasta el momento.
La tragedia de Valencia ha sido el mejor banco de pruebas para el influencerperiodismo, una basura en tiempos de paz y una tragedia cuando la vida aprieta, como ahora en Levante. Está la gran mentira de Bonaire pero también ese momento estelar en el que un tal Gisbert se lanza al barro antes de una conexión o esa instagramer que pregunta a sus seguidores si quieren solo dana o dana y outfits. De ahí al «con Franco estábamos mejor» se veía que solo había un paso, porque en lo que ya estamos es en la tragedia espectáculo, en la tragedia tiktok, siempre en el más es más. Hubo un tiempo en el que la democracia era un sistema en el que si a las tres de la madrugada llamaban a tu puerta lo probable era que fuese el lechero. Era un sistema previsible y, bajo los parámetros de este mundo Netflix, aburrido. Hoy se reclama más suciedad, más muertos, más barro. Qué gran momento para el periodismo.
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