En los últimos años el problema de la salud mental asociada al trabajo se ha convertido en una preocupación de primer orden. Y no es para menos. Un informe reciente del Parlamento Europeo sobre salud y seguridad en el trabajo señala que una de cada cuatro personas trabajadoras en Europa padece estrés laboral excesivo, y la mitad reconoce que el estrés es algo habitual en su empresa.
A estas alturas ya nadie duda de que las malas condiciones laborales empeoran la salud mental. España es, de hecho, el segundo país de la UE con peores niveles de inseguridad laboral. No es de extrañar por tanto que en 2023 nuestro país batiera el récord de bajas relacionadas con problemas de salud mental, duplicando las de 2016. Y ya representan el 8,2% del total.
La precariedad enferma. Está demostrado que una situación laboral precaria desencadena mayores riesgos de depresión. Según la última Encuesta Europea de Salud realizada en España si la población precarizada (incluyendo la desempleada) hubiera tenido un empleo estable, se hubieran podido evitar casi 170.000 casos de depresión.
La precariedad laboral puede afectar a la salud mental por tres vías principales: la precariedad en el empleo (tipo de contrato, etc.); la precariedad en el trabajo (horarios, intensidad laboral); y sus efectos sobre la precariedad social (como las dificultades para llegar a final de mes o la imposibilidad de formar una familia). Una «precariedad integral» que afecta mucho más a las personas jóvenes, mujeres e inmigrantes.
Con todo, se aprecia un giro relevante en los últimos años, y en ello ha sido clave la voluntad del Gobierno de coalición progresista. Porque la reforma laboral de 2021 ha fomentado el empleo estable, las sucesivas subidas del SMI han reducido la pobreza laboral y la «ley ryder» ha venido a poner orden en la jungla de la economía de plataforma. Buenas noticias para la clase trabajadora y su salud integral.
También lo serían la eliminación de las horas extras no remuneradas, que tienen un indudable impacto en la salud mental de las personas trabajadoras, y la reducción de la jornada laboral, que aliviaría el desgaste laboral y sería un factor importante para aumentar el nivel de empleo. No olvidemos tampoco que si el trabajo enferma, no tenerlo, también.
En este escenario, las propuestas de CCOO pasan por promover el trabajo decente, saludable, justo y democrático; cambiar las prácticas de gestión laboral que provocan los riesgos psicosociales; acabar con la brecha de género; avanzar en la reducción de la jornada laboral y la subida salarial; acabar con las horas extras no remuneradas; incrementar las medidas de conciliación…
Y en concreto sobre la salud mental, habría que empezar, como propone la comisionada del Salud Mental del Ministerio de Sanidad, Belén González, por reconocer y registrar todo el sufrimiento psíquico derivado del trabajo, porque «el trabajo cada vez es más difícil, más intenso, más rápido y más precario. Y cada vez hace más daño», ha asegurado.
No se entiende entonces que en España, a pesar de las recomendaciones de la Organización Internacional del Trabajo, no se reconozca ningún trastorno mental directamente ligado al trabajo o a las condiciones laborales.
Por tanto, hay que incluir la salud mental en el catálogo de enfermedades profesionales, y prevenir los riesgos psicosociales en el ámbito laboral, reforzando el papel de los delegados y delegadas de prevención. Y, por supuesto, actuar sobre la raíz más profunda del problema: los condicionantes sociales y económicos (precariedad, desempleo, clase social, emancipación), principales responsables de la mayoría del sufrimiento psíquico. Si ya sabíamos que el código postal es más importante que el código genético para la salud, también sabemos que las condiciones de trabajo lo son para la salud mental.
Y el sindicalismo juega un papel clave en todo esto. Hasta la ONU destaca su importancia «fundamental» para el cuidado de la salud mental. Está probado que donde hay sindicatos las condiciones de trabajo mejoran. Y la salud mental de las personas trabajadoras, también.
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