Desde el final de la Segunda Guerra Mundial las elecciones presidenciales norteamericanas dejaron de ser una cuestión interna. En realidad, ya antes, pero en 1932 nadie sabía que Franklin Delano Roosevelt tendría un papel decisivo en la derrota del fascismo, lo único que esperaban los electores y el mundo era que lograse sacar a EEUU de la terrible crisis iniciada en 1929. Convertida en la primera potencia económica y militar, la influencia de sus gobernantes era indiscutible y quién ocupase el cargo no dejaba a nadie indiferente. De todas formas, aunque se esperase de los presidentes una política más o menos agresiva hacia el bloque del este o un mayor o menor intervencionismo en el exterior, su actuación se movía siempre dentro de lo previsible, de parámetros racionales, gustasen o disgustasen, y, en el ámbito interno, incluso en los momentos peores del macartismo, la amenaza hacia la democracia tenía sus límites y el propio sistema puso fin a sus excesos.
Tras el fin de la guerra fría se pasó a una etapa de absoluta hegemonía estadounidense, en la que se desaprovecharon oportunidades de resolver conflictos largamente enquistados o consolidar nuevas democracias, un buen ejemplo es Oriente Medio y otro Rusia. Un presidente de escasas luces y pocas lecturas, Bush hijo, realizó un terrible destrozo con la invasión y destrucción de Irak, que sembró el caos y la violencia en toda la zona y radicalizó aún más al extremismo integrista musulmán, cierto que logró a cambio el control del petróleo iraquí. A pesar de todo, el sistema político norteamericano no estaba en cuestión y en la política exterior EEUU siguió contando con sus aliados-subordinados, aunque su opinión no resultase decisiva. Todo cambió con la presidencia de Donald Trump, que llegó a convertir a George W. Bush en casi un estadista.
Quizá lo peor de Trump no es que resulte una amenaza para la democracia, sino que la sola posibilidad de que un personaje como él pueda ser elegido presidente por segunda vez cuestiona el propio concepto de democracia. Es inevitable que se resquebraje la fe en el pilar del sistema: la voluntad del pueblo soberano expresada por medio del voto. Incluso aunque no resulte elegido, que un personaje ignorante, histriónico, grosero, machista, soez y carente del mínimo sentido del ridículo sea capaz de conseguir el apoyo de decenas de millones de personas en un país de larga tradición democrática, elevado nivel de vida y, al menos teóricamente, alfabetizado deberá ser motivo de reflexión para sociólogos, politólogos e historiadores. No es un debate entre conservadurismo y progresismo, es algo que va mucho más lejos y que se enmarca en una coyuntura que invita a cualquier cosa menos al optimismo.
Cuando, tras el inicio de la crisis en 2008, se especulaba con el riesgo de repetir los años treinta, con un posible renacer del fascismo, las diferencias entre las sociedades de la época y las actuales parecían lo suficientemente grandes como para considerarlo inverosímil, aunque pudiesen crecer algunos movimientos autoritarios. Hoy, los partidos fascistas tradicionales siguen siendo marginales, pero ha cobrado una fuerza inusitada un autoritarismo reaccionario, populista y nacionalista como los fascismos, con frecuencia trufado de fundamentalismo religioso, que ya no propone sustituir las democracias por estados totalitarios, pero ha extendido, con la llamada «democracia iliberal» y la búsqueda de la «hegemonía cultural», un nuevo despotismo, que en muchos casos no se distingue de las puras dictaduras. No hace falta recordar que, en la propia Europa, Bielorrusia y Rusia se han convertido en regímenes criminales y antidemocráticos, que Hungría es el topo putiniano en la Unión Europea, que los fascistas maquillados forman parte del gobierno italiano, tampoco la deriva de Países Bajos o el ascenso de la extrema derecha en todo el continente, con especial peligro en Alemania y Francia.
Hace solo unos días, la reunión de los llamados BRICS en Kazán ha supuesto un éxito para Putin, que puede jactarse de que los aliados occidentales de Ucrania no han conseguido aislarlo. Hay en el grupo tres democracias, Brasil, India y Sudáfrica, pero predominan los países con sistemas autoritarios de diverso tipo, desde la dictadura militar o de partido a la teocracia o la monarquía absoluta, pasando por las pseudodemocracias «iliberales». Su objetivo, mantener una política económica al margen de los dictados de EEUU, es legítimo, que obvien el militarismo y los derechos humanos en sus relaciones no lo es tanto.
Una victoria de Trump supondría un espaldarazo para los gobiernos y movimientos nacionalistas radicales y xenófobos, no solo en Europa, en todo el mundo. Facilitaría la victoria rusa en Ucrania y, aunque la ciudadanía norteamericana de origen árabe esté justificadamente irritada con los demócratas, otorgaría manos todavía más libres para Netanyahu. El aumento de la tensión con China no auguraría tampoco nada bueno.
Nada está decidido, todavía queda esperanza. El exceso de verborrea de Trump y el extremismo de su equipo de campaña y de quienes hoy controlan el Partido Republicano convirtieron en un patinazo, a solo una semana de las elecciones, el mitin celebrado el domingo en el Madison Square Garden de Nueva York. La crónica de un periodista aseguraba que no pasaría a la historia como otros actos célebres allí realizados, quizá se equivoque. La proliferación de manifestaciones racistas y, especialmente, el brutal exabrupto contra los portorriqueños pueden tener un efecto similar al del famoso debate entre Kennedy y Nixon.
La democracia está en crisis, lo que amenaza la libertad, de la que es inseparable, y los derechos de las personas, de todas, pero especialmente de las mujeres, de la diversidad sexual y de las minorías étnicas. Una victoria de Kamala Harris daría un respiro, pero hace falta algo más para devolverle el vigor y, salvo llamamientos angustiados de algunos intelectuales lúcidos, nadie parece asumir la gravedad de la situación.
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