De vez en cuando viene bien recordar aquellas palabras lapidarias del señor que volvió de uno de esos multitudinarios entierros gallegos. Al llegar a casa, le plantaron la pregunta obligada: «E había moita xente?». Respuesta para el recuerdo: «Xente, moita. Persoas, poucas». Bonita puntualización. Íñigo Errejón también distingue entre su persona y su personaje, confesando que convivían en plena contradicción. Podría haberlo dicho antes. Todo habría sido mejor. Errejón ondeaba banderas en público con las que se limpiaba los zapatos en privado. ¿Cuántas veces habrán justificado otras voces sus comportamientos argumentando que él era un gran líder de la izquierda y ella, en cambio, era una histérica sin nombre? Errejón, un personaje.
Su carta de renuncia es una de las cimas del barroco de las justificaciones. Esas explicaciones grandilocuentes y huecas, viéndose a sí mismo como un hombre arrastrado por la corriente que supuestamente intentaba cambiar. No es un macho alfa, es un macho beta porque el mundo lo ha hecho así. Como si fuerzas sobrehumanas lo empujaran irremediablemente hacia el abismo y la oscuridad. Como si fuera un héroe trágico que no puede escapar a su destino. Como si hubiera hecho todo lo humanamente posible. La presión de la primera línea política, la forma de vida neoliberal, el ritmo infernal... «Esto genera una subjetividad tóxica que en el caso de los hombres el patriarcado multiplica». La pirueta definitiva. Triple mortal. Al final, el pobre es una víctima del patriarcado. ¿Qué es el patriarcado?, dices, mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¿Qué es el patriarcado? ¿Y tú me lo preguntas? Patriarcado, Íñigo... Eres tú.
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