Como tenían por costumbre desde hacía varios veranos, en julio de 1936 Manuel Machado y su mujer, Eulalia, tomaron en Madrid el tren a Burgos con idea de pasar la festividad del día 16 junto a la hermana de esta, llamada Carmen, cuya existencia transcurría piadosamente tras los muros de un convento. La visita debió desarrollarse según lo previsto, solo que a la mañana siguiente la coquetería del presumido Manuel lo retuvo demasiado tiempo acicalándose frente al espejo de la pensión Filomena donde había dormido con su mujer, y cuando llegaron a la estación se encontraron con que el tren ya había partido hacia Madrid. Asumieron el contratiempo sin demasiado disgusto, todo se reduciría a pasar unas horas más en Burgos, eso sí, resguardados del intenso calor lo mejor posible. Sin embargo, no podían imaginar en ese momento que tampoco el día 18 podrían regresar a Madrid, lo supieron con asombro al mismo tiempo que tenían noticia de la sublevación.
Interrumpidas las comunicaciones, la única alternativa era volver a la pensión a la espera de acontecimientos, espera que según fueron deduciendo se alargaría un tiempo indefinido, hasta el punto de que dos meses más tarde el afamado poeta Manuel Machado todavía era entrevistado en Burgos por una periodista francesa para saber su opinión sobre la revuelta. No fue prudente él cuando respondió con sorna que se trataba de una nueva guerra carlista. Esas displicentes declaraciones fueron conocidas enseguida por quienes tenían mucha capacidad para decidir y lo arrojaron tres días a la cárcel, encierro del que salió gracias a algunas amistades influyentes, pero poseído por el miedo. O con el paso de las semanas ese miedo lo siguió torturando, como les ocurre a muchos humanos incapaces de sortear la incertidumbre, o el instinto le quiso hacer ver que tal como estaban las cosas lo mejor para la supervivencia de Eulalia y la suya era encontrar el modo de capear el temporal. A partir de ese momento los versos, de forma forzada o voluntaria, los empezó a dirigir a la noble causa con todo tipo de ditirambos y almíbares patrióticos, llegando a dedicar al propio generalísimo uno tan celebrado como «La sonrisa de Franco resplandece».
Durante ese tiempo, su hermano Antonio permanecía en Madrid en condiciones bastante peores y con mayor grado de incertidumbre aún, procurando sobrevivir al hambre y los bombardeos, sin que por ello su pluma se resistiera a regalarnos unos poemas verdaderamente extraordinarios. Tal vez Manuel intentara ponerse en contacto con él a través de una carta o tal vez no lo hizo por miedo a un nuevo correctivo, sobre esto no hay noticias expresas. Pero a la vista de la traumática separación que les estaba suponiendo vivir el conflicto desde trincheras opuestas, los especuladores de las biografías se han hecho varias preguntas, verdaderamente pertinentes. ¿Qué hubiera pasado si en cambio fuera Manuel el que estuviera en Madrid y Antonio en Burgos? ¿Y si los dos se hubieran quedado en Madrid, como estuvo a punto de suceder? ¿Hubiera doblegado el miedo a Antonio en Burgos hasta hacerle claudicar o se hubiera jugado la vida por defender sus románticos ideales? El caso es que a principios de noviembre la separación entre los hermanos se fue ensanchando cuando Antonio, convencido por Alberti y León Felipe, se resignó a seguir el rumbo de los que buscaban en Valencia el fin de la pesadilla madrileña.
En enero del treinta y nueve, a punto de entrar los sublevados en Barcelona, Antonio, junto a miles de víctimas de la locura, emprendió el trágico exilio hacia la frontera francesa para terminar en Colliure, donde murió al poco tiempo y tres días más tarde su madre. Este doloroso epílogo de su vida lo conocíamos muchos, pero pocos supieron o prefirieron ignorar que Manuel los fue a visitar en compañía de Eulalia, y que según se dice estuvieron horas y horas frente a sus tumbas llorando su desaparición.
Se acaba de inaugurar en Sevilla una ampulosa exposición dedicada a los hermanos Machado, comisariada por Alfonso Guerra, declarado admirador suyo desde la adolescencia. De Antonio poco hay que añadir que no se sepa, hemos crecido escuchando elogios constantes sobre su persona, un verdadero mito. Sin embargo, el propio Guerra, motu proprio o haciéndose portavoz de otras voluntades, se manifiesta abiertamente a favor de reivindicar la figura literaria de Manuel y convertir en veniales sus pecados ideológicos. Que la talla literaria de Antonio sea superior no significa que su hermano sea un poeta mediocre. Fue la transición en buena medida la que lo condenó al olvido, haciendo una comparación simplificadora entre los dos hermanos: el uno espejo ejemplar de la democracia y la honestidad donde muchos quisieron sentirse reflejados, y el otro una sombra torva apenas merecedora de respeto. Según es comúnmente aceptado, los hermanos siempre se llevaron como uña y carne, y si en los últimos años de sus vidas estuvieron alejados el motivo se debió al bisturí con que la contienda amputó las relaciones de muchos españoles, que sin quererlo había caído en el bando de sus esperanzas o en el del infierno de las mortificaciones. No debe pasarse por alto la curiosidad de que cuando el Manuel de «adhesión inquebrantable» regresó a Madrid, su fidelidad a los vencedores no le granjeó precisamente ningún premio o prebenda, su supervivencia se vio abocada a resignarse al módico sueldo de archivero y bibliotecario. A su muerte sí recibió todo tipo de empalagosos ceremoniales y elegías por doquier, pero el paso del tiempo lo relegó a poco más que una pieza del museo inútil de la literatura, como ocurrió con otros escritores.
Hoy en día no parece tan unánime la teoría que atribuye a los hermanos la representación de las dos Españas antagónicas. Antonio, bueno y Manuel, malo, se grabó en muchas conciencias como la jaculatoria aprendida de memoria por un colegial. Al maniqueísmo entusiasma y al placer de la persecución nadie renuncia, son aficiones genuinamente españolas que perduran en el tiempo ayudándonos a ser cada día mejores, según se comprueba.
Supongo que esta exposición de Sevilla irá unida a charlas y coloquios intentando centrar con objetividad el papel de ambos hermanos en la historia. Y ojalá que el debate redima a Manuel y envíe a sus pegajosos fantasmas al sótano, ha pagado una penitencia excesiva y el perdón, si procede, no debe dilatarse más para que su figura quede rehabilitada. Otros, con participación verificada en el exterminio del enemigo desde la cómoda retaguardia palaciega, no han penado ni penarán nunca.
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