Todo tiene que ser bonito. En este mundo regido por los códigos de Instagram, lo feo no tiene cabida. Es el combustible de las redes sociales. También sigue los principios de esos gurús del bienestar, esos ultraliberales de la felicidad que predican que si no estás alegre es porque no quieres. Que es como decir que cada uno tiene lo que se merece. Por eso hay que crear paréntesis opacos, compartimentos estancos para guardar al vacío lo que no sea pura gominola y poder mostrarse siempre radiante. Reaparecer lo antes posible y por todo lo alto tras una enfermedad, un parto o una crisis de cualquier tipo. Presumiendo de delgadez, piel brillante y dientes blancos. Dientes, dientes, que diría Isabel Pantoja... Y, si se puede lanzar unas buenas frases de filosofía positiva sobre el asunto, miel sobre hojuelas. Que este es el regreso triunfal de la batalla. Que no sería un problema parir cada semana y ponerse en forma a los cuatro días. Que en la vida todo pasa por algo. Que los golpes te impulsan hacia delante. Que los pasos hacia atrás son para coger carrerilla. Que siempre se aprende. Todo es luz y color. Por eso es sano que Sara Carbonero llore en un evento público hablando de su cáncer; que recuerde aquellos momentos en los que, como mucha otra gente, ni siquiera se atrevía a pronunciar la maldita palabra; que admita sus malos días, que reconozca que se ha sentido un trapo; que diga que tuvo que asumir que será una paciente oncológica toda la vida; y que comente que le disgusta la terminología bélica (la lucha y la guerra) para referirse a su obligada «convivencia» con la enfermedad. En esa etapa de su vida hubo más drama que épica. Más fealdad que belleza. Más llanto que risa. Tan vulnerable como cualquiera.
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