Un comando compuesto por un hombre y una mujer de la organización terrorista Hamás viajó a Madrid, vía Estambul, haciéndose pasar por un matrimonio de Arabia Saudí que iba a hacer negocios de material sanitario con el Grupo Quirón. Días antes, un estalinista español que, según un medio digital, de muy reconocido prestigio por su invariable deontología, había publicado, todavía meses más atrás, que tenía contactos secretísimos con el presidente del Gobierno y que un juez de una imparcialidad asimismo contrastada y de un prestigio sin parangón ante sus colegas superiores de negras capas e intenciones estaba investigando, tras una denuncia del PP de la región madrileña, aunque en esta ocasión el diario incontrovertido no revelaba la fuente de la que emanaba esa relación entre el estalinista y Pedro Sánchez que, añadía la fuente, era un convencido estalinista con ramalazos maoístas que preparaba un golpe de Estado para abolir la Constitución y, con ella, la Monarquía, las Cortes Generales, el Poder Judicial, los partidos políticos y todas las libertades y derechos habidos y por haber, hecho que, de otro lado, era clarividente para tres de cada cuatro jóvenes entre 18 y 29 años, y para casi dos de cada cuatro en edades comprendidas entre los 29 y los 59 años y un poco más de uno de tres para el resto de ciudadanos, que estaban bien y responsablemente informados en las plataformas sociales financiadas con dineros públicos ultras (TV de Madrid, TV de Castilla y León…) y privados sin mancha, dineros cuyo único objetivo era el bienestar de los españoles de buena voluntad y espíritu cristiano que estaban en la cierta certeza de que había que derrocar al «Perro» a toda costa y con todos los medios al alcance de quienes tuvieran las herramientas pertinentes para ello, pues estamos, sin duda, aseveran, ante el Gran Dictador, en línea con el Aznar de las armas de destrucción masiva y el Tellado de la fotografía de socialistas asesinados por ETA, que acabamos de saber que «está más fuerte que nunca», según la cabecilla de los ultras antes referidos. Pues bien, este estalinista había alquilado un piso de deslumbrante lujo en la capital del Reino, en el que se refugió la impostora pareja.
(El juez de la Audiencia Nacional Ismael Moreno acaba de rechazar una querella contra José Luis Rodríguez Zapatero por torturas, interpuesta por prebostes venezolanos. El juez justificó su decisión en el hecho de que la denuncia se basaba «única y exclusivamente en informaciones periodísticas y recortes de prensa», que por ahí fuera han aprendido que, con un poquito de suerte, pueden dar con clones de Peinado, cuya hija es una alcaldesa acunada por una tal Díaz Ayuso, que cuando atrapa un hueso propicio lo roe hasta la médula, como debe ser, aunque siempre debe haber excepciones, por aquello de cumplirse la regla: Ayuso, Rodríguez y tantos que sabían de los correos falsos que salieron de Sol. Son inimputables, o eso es al menos lo que parece).
El objetivo de este comando era valorar dónde podía causar más daño entre el colectivo judío, tan apreciado por un Almeida, que nada tiene que ver con Cristina, gracias a Dios, cuyo Estado, democrático, civilizado y humanista, que libra una guerra justa (Kant), pero que, para los terroristas de verdad, ese Estado está masacrando a un pueblo maldecido por Yahvé, que da a entender que no los quiere ver, a los palestinos, sobre la faz de la tierra y, ni mucho menos, sobre la parte de tierra santa santísima.
Como lleva su tiempo hacerse con la planificación y la fabricación artesanal de los explosivos sin llamar la atención de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (queda la incógnita de si el maricón de Marlaska estaba al tanto, pues se rumorea que se le ve paseando mucho últimamente con Sánchez por los jardines de Moncloa, muy juntitos y susurrándose a los oídos, que no a los «bajos fondos», como sostiene una de las versiones del rumor), tuvo que ser la inteligencia israelí, con espías que se han puesto las pilas después de no haber evitado la matanza de judíos del 7 de octubre, quien detectó las intenciones de los terroristas. Y como se trataba de «ellos» o «nosotros», de la «barbarie» o la «civilización», no escatimaron en recursos y enviaron en una oscura noche un bombardero último grito, invisible a los radares hispanos por la elevada altura que alcanza y los materiales cuasi extraterrestres del que está hecho. Y desde allí, en las cercanías de las estrellas, lanzó una mega bomba que arruinó no solo el edificio donde se escondía el comando, sino toda la manzana y parte de otras cuatro. Desde luego, con toda la razón divina contenida en la Torá, las víctimas colaterales del gigantesco misil están justificadas.
La magnitud del resultado brilló con la intensidad del Sol en la noche madrileña. Inmuebles derruidos, voraces fuegos en los que ardían niños y no niños, cadáveres y partes de cadáveres por doquier. El Infierno.
Pero ocurrió algo muchísimo más amargo para las altas autoridades de la comunidad, del ayuntamiento y de Génova. A saber: como quiera que los terroristas estaban en un apartamento pijo, la zona arrasada también era pija, libre de esas bobadas de alquileres por las nubes y chorradas así, con la desafortunada coincidencia de que había afectado a un dúplex coronado con la bandera de España de un tal Amador, un honrado mercader de mascarillas y otros bienes sanitarios muy querido por, ¡oh, Dios mío!, la mismísima presidenta autonómica que con él yacía en el ancho lecho. El dolor, las lágrimas, los golpes de pecho, las lamentaciones, recorrieron pronto Madrid, desde el Madrid de los Austrias y de los Florentinos y de las Koplowitzs y de los banqueros y de los que detentan el mercado de los hidrocarburos y de los fondos buitre-buitre y de los especuladores y de los constructores y de los letrados y de las miríadas de guais y de los propietarios de bares, restaurantes, discotecas, pubs y, en general, del mundo del ocio pandémico, y todavía, ¡manda huevos!, de un número significativo de quienes son etiquetados por todos los anteriores como cochambre.
Aun sin que la diosa Aurora se presentase en la meseta central castellana; aun sin acabar de contar las «bajas colaterales» del exitoso zarpazo del Ejército sionista, desde la Puerta del Sol, el vocero mayor, recordó las recientes palabras de la Ayuso: «Israel no va a lanzar flores en Gaza». En efecto, para acabar con el terrorismo hay que lanzar bombas, toneladas y toneladas de bombas que, dirigidas, aunque sea contra un solo militante de Hamás, era admisible que desmenuce a 100 o 200 inocentes (¿de verdad inocentes?). Y entonces empezó a correrse la sentencia jurídico-religiosa de que la presidenta era una mártir y, como también ella había dicho sobre los miles de ancianitos encerrados a cal y canto en las residencias-morgue en el ominoso 2020: «Están en el Cielo», ella allá acababa de llegar. Y alguien vio a la Virgen María, jurando que su rostro era el de la mártir, suspendida a pocos metros sobre el suelo de Chamberí, toda luz, toda blancura, toda pureza, que dijo, según la visionaria: «No os aflijáis por Isabel, que está feliz y más hermosa que nunca a la vera del Señor». Y la concurrencia se arrodilló y oró con fervor mesiánico.
Muerto el papa Francisco no mucho después de estos acontecimientos tan dolorosos como gloriosos, el Vaticano inició el proceso de beatificación de Díaz Ayuso, que acabó siendo santificada en tiempo récord: santa Isabel A, patrona de lo Privado. Entretanto, la justa Justicia encausó y, en un juicio justo justísimo, condenó a prisión permanente (i)revisable a todo el Gobierno y a cuantos sociocomunistas pudo cazar, aunque no al estalinista, que logró esconderse en un petrolero que zarpó hacia la tierra del «bueno» de Maduro. Y España, por fin, fue una y grande, reservorio de nuevo de los valores de Occidente. Y como por sus obras los conoceréis, en lugar de pantanos, por todo el país comenzaron a levantarse prisiones.
(En memoria de José Manuel, un hombre verdaderamente bueno, dentro de los límites estrechos que nos fija la naturaleza).
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