El escritor Andrés Trapiello, durante el coloquio en Madrid el viernes pasado
El escritor Andrés Trapiello, durante el coloquio en Madrid el viernes pasado Kiko Huesca | efe

19 oct 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

No se puede negar que el doble salto desde la militancia combativa en la Joven Guardia Roja (aquel grupúsculo espectral de corte maoísta-estalinista que en los años setenta despreciaba a la humanidad) hasta caer en los brazos de Rosa Díez para terminar brincando sobre las lindes de la derecha nítida, es de una amplitud excesiva. Estas piruetas ideológicas las comprendemos mejor los que somos capaces de reconocer que la rebeldía juvenil de vocación eterna, con el paso de los años se va viendo doblegada por el honesto convencimiento de que existen otras vías para transitar la existencia más válidas que someterse al dictado de los impulsos utópicos. Ese cambio no puede descalificarse siempre como una claudicación al conservadurismo burgués, quienes no cambian y se vanaglorian de su lealtad pueden ser precisamente los que arrastran las cadenas del error hasta la muerte. Hoy en día sobran fiscales y salomones, la política se ha judicializado y la justicia se ha politizado hasta lograr una confusión que nos mantiene en el pantano y a merced de la niebla. Debe recordarse que ética se escribe sin hache. 

Demasiado extenso el preámbulo (de intención en absoluto exculpatoria, no reparto absoluciones y menos a quien no tengo por pecador) para sacar a escena a Andrés Trapiello. Lo conozco desde hace mucho tiempo, justo cuando se le ocurrió dar a conocer la descomunal tarea de traducir el Quijote, proceso que le ocupó muchas horas de desvelos, desánimos y brumas durante 14 años. Hablábamos en aquellos momentos de su presentación, separados por el mostrador de una caseta en la Feria del Libro madrileña, de lo oportuno que resultaba que quienes no habían leído a don Alonso lo pudieran por fin hacer en castellano actualizado. Y nos reíamos de los que presumían de haberlo hecho en la versión reputada del profesor Rico, como si las más de cinco mil llamadas a pie de página que el eminente filólogo había considerado imprescindibles para entender el texto, les hubieran sobrado. ¿Sabrían de verdad esos sabihondos lo que significa: «…un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua…»? O no es mejor entender, como corresponde: «…un hidalgo de los de lanza ya olvidada, escudo antiguo…». Otro curioso grupo, comentábamos, lo componen los otros pedantes que en tertulias y cenáculos presumen de haber leído el Ulises, Rayuela, En busca del tiempo perdido y La montaña mágica, entre otras cumbres para alpinistas aventureros, como ellos mismos. 

Asombrosamente, hasta entonces nadie había tenido la feliz ocurrencia de trasladar el Quijote a nuestra lengua actual, lo cual hacía suponer que en otros idiomas lo habían traducido desde la versión oficial, razonamiento tan insostenible como pensar que al leer a Shakespeare estamos leyendo al Shakespeare original del siglo dieciséis. Paradojas.

Pero sin lugar a dudas, la obra cumbre de Trapiello, y la más controvertida, es Las Armas y las letras, imponente ensayo sobre la relación de los escritores entre sí y su posición individual con la guerra civil, que le granjeó duras críticas desde la izquierda, como al traidor que se rinde al enemigo por descubrir las miserias que en todas las trincheras existen. No ha sido perdonado por el desliz, el dogmatismo recalcitrante es en el ring político más implacable que en el religioso y como una nueva inquisición condena sin piedad a los infieles que se resisten a acatar sus principios. Trapiello se limita a explicar de forma amena a lo largo de las más de seiscientas páginas del ensayo, que ni todos los escritores que llegaron mitificados hasta nuestros días son merecedores del prestigio, ni todos los oficialmente denostados son unos escritores mediocres, además de humanamente pérfidos. A unos la muerte y la coyuntura los elevó a unos altares demasiado altos y a otros los sepultó sin remisión su declarada tendencia política.

No tengo categoría ni conocimientos para opinar con rigor sobre tan complejo asunto, pero, haya imprecisiones o no, que las habrá, sí soy testigo de apenas haber escuchado voces que rebatan el trabajo de Trapiello, más allá de protestar con discrepancias puntuales. Y estamos hablando de que la primera edición apareció en 1994, hace la friolera de treinta años. Desde luego, más cómodo le hubiera sido navegar a favor de corriente que resistirse al vendaval, nadie duda que al socaire se hace mucho mejor. Y esa actitud me parece valiente, y lo valiente honra. 

Todo este largo comentario, porque acaba de salir a la venta su última novela, Me piden que regrese, una pretendida fotografía de la penumbrosa España de 1945, y al comprarla me ha venido a la memoria la larga historia de este autor, al que auguro un lugar destacado en la literatura de nuestra época. Con su diario dinámico, Salón de pasos perdidos llevo muchos años comprobando que en su biografía familiar y en sus insomnios nos podemos identificar casi todos, y ese reflejo acerca.