Mientras la Comunidad de Madrid se derrumba bajo la especulación inmobiliaria, su ínclita presidenta recibe un premio de la mayor empresa de distribución de hostelería en España por su apoyo al sector. Ese apoyo llega hasta el punto de que la futura presidenta y hoy lideresa en la sombra del Partido Popular a nivel nacional consideró durante la entrega del premio que nada menos que el Destino está detrás de la coincidencia de su cumpleaños, un acontecimiento a celebrar como el cumpleaños de Kim Jong-un, con el día de los bares y los restaurantes. Los líderes que creen en el Destino suelen resultar inquietantes, sí, aunque no nacieran en Austria.
Mientras algunas ciudades españolas como Gijón están declarando o en vías de declarar zonas tensionadas por el problema de la vivienda, la futura lideresa nacional está de cañas y diciéndole a los propietarios que pongan el precio que más les guste a los alquileres. A uno le gustaría no tener que vivir en una distopía anarcocapitalista y etílica, pero este es el Destino que han elegido mis paisanos, aletargados por los vapores del alcohol del delirante y excesivo número de establecimientos de hostelería de la región, por ese vivir a la española fruto del delirio colectivo y por esa admiración injustificada de la muy soporífera y monotemática vida nocturna nacional.
Los españoles no pueden ir al psicólogo, pero pueden ir al bar a darles la turra a los camareros. La eficacia de este tratamiento deja mucho que desear, pero es prácticamente el único que tenemos para todo. ¿Ansiedad? Ve al bar. ¿No puedes pagar el alquiler? Ve al bar. ¿Te han despedido? Ve al bar. ¿Tu sueldo no te llega ni para los primeros quince días del mes? Ve al bar. El bar no es más que el beber, no se engañen. Es la anestesia que nos mantiene dúctiles y sumisos. Mientras podamos ir al bar, todo lo demás no importa.
Hay en los apoyos a la hostelería y a la industria del bebercio por parte de las instituciones en toda España más oscuridad que otra cosa, por muchas luces y alegrías que pretendan transmitirnos quienes se dedican a lubricar las ansias hosteleras por dominar nuestras vidas las veinticuatro horas del día. En agosto, la UD Las Palmas puso a la venta su propia marca de cerveza y contó con Ángel Víctor Torres, ministro de Política Territorial y Memoria Democrática para promocionar su salida al mercado. «Beberse un escudo. Saborear un sentimiento», decía un diario al respecto, aunque el único sentimiento que beben los españoles de a pie es el de haber sido derrotados. Por eso, quizá, porque nos huelen los cuerpos a derrota, los bares son tan populares y exitosos y ocupan una parte tan importante de nuestras vidas y nuestras economías. El alcohol ayuda a barrer bajo la alfombra todas las frustraciones que tenemos como país. Esa falsa alegría, esa impostura, ese festejo constante en los bares, todo eso se ha convertido en los toros y paella del siglo XXI, en el toro encima de la tele. Nuestros sueldos no se van solo a los bolsillos sin fondo del rentismo y las hipotecas. La calderilla que nos sobra va directa al bolsillo hostelero, y eso son muchos dineros.
No hay amistad cuando hay dinero mediante, y los amigos de los bares son, como aquella canción, en su mayoría meros drogolegas, gente con la que bebes, con la que te drogas. Cuando dejé el alcohol, aprendí muy rápido este aspecto tan español de nuestras vidas. Fue una bofetada de realidad descubrir que para muchas de las personas con las que había compartido la barra del bar, estaba muerto y enterrado. Los españoles están borrachos de la creencia en su propia excepcionalidad y con la creencia de que la libertad es eso que les permite ir al bar aunque todo se derrumbe a su alrededor. No es un país, es un abrevadero. Suerte con eso.
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