Israel ha perdido toda su fuerza moral tras un año de practicar el más despiadado terrorismo
OPINIÓN
El diccionario de la RAE define con claridad el concepto de terrorismo, que encaja perfectamente con lo que está sucediendo en Oriente Medio: «1. m. Dominación por el terror. 2. m. Sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror». Como terroristas fueron definidos por la historiografía los implicados en la masiva represión ejercida por la Convención francesa en 1793, terrorismo practicaron Hitler, Stalin o Franco y lo ejercen también ahora estados como Siria, Afganistán, Rusia, Irán o Corea del Norte, con sus poblaciones o con las de países vecinos. No solo puede atribuirse a bandas armadas irregulares, los gobiernos pueden practicar el terrorismo y por medio del terror quiere también ahora Netanyahu imponer su orden a los palestinos.
Israel sufrió una brutal masacre terrorista el 7 de octubre del año pasado, calificar aquello de «atentado» parece un eufemismo. Tenía todo el derecho a responder a Hamás con la fuerza, a hacer lo posible por liberar a los rehenes, a castigar a sus dirigentes y a sus militantes, responsables por activa o por pasiva. Es hipócrita rasgarse las vestiduras por los asesinatos selectivos de criminales, sean dictadores o dirigentes de bandas armadas. No es algo que hayan realizado solo dictaduras u organizaciones políticas, EEUU, recuérdese a Bin Laden, el Reino Unido, Francia y otros estados democráticos también ejecutaron a enemigos sin juicio, a veces después de secuestrarlos, y no siempre eran asesinos que lo mereciesen. Lo que carece de justificación es el bombardeo sistemático de la población no combatiente durante más de un año, la muerte de miles de personas indefensas de todas las edades, la destrucción de las infraestructuras básicas, la condena de millones de seres humanos al miedo, la miseria y el hambre.
No es el momento de volver sobre la historia del conflicto de Palestina, algo que ya hice hace un año en este mismo periódico, lo importante es recordar que el Estado de Israel nació en unas circunstancias muy precisas, en las que el pueblo judío quería garantizar su supervivencia. Se cometió una injusticia con los palestinos, pero, como estableció la ONU, no puede cuestionarse hoy el derecho de Israel a existir en las fronteras anteriores a 1967. Lo escribí entonces y lo repito ahora, la historia es muchas veces brutal e injusta, lo fue con los civiles griegos y turcos a comienzos de los años veinte, con los armenios, con los judíos durante siglos y especialmente en la Segunda Guerra Mundial, con los alemanes tras ese conflicto, con los tártaros de Crimea, con los congoleños brutalmente sometidos por Bélgica, con los árabes de Palestina y con tantos otros pueblos injustamente perseguidos, sometidos o víctimas de limpiezas étnicas tras ser derrotados en crueles guerras, pero un crimen no se resuelve con otro crimen. Los nueve millones de israelíes tienen derecho a vivir en paz en fronteras seguras, como también lo tienen los palestinos.
Israel comenzó a perder su fuerza moral al mantener la ocupación de Cisjordania y Gaza y, sobre todo, al llenar el territorio palestino de asentamientos, con una política expansionista que recuerda los argumentos de Hitler para defender el «espacio vital» de Alemania. Lo que está haciendo ahora en Gaza, Cisjordania y Líbano supone que la ha liquidado completamente. El argumento blandido por las derechas sectarias de que es una democracia es estúpido. Una democracia no tiene derecho a quemar niños vivos con napalm en Vietnam, ni a torturar y asesinar en Argelia o en Irlanda, a casi exterminar a los indígenas australianos o a bombardear las zonas residenciales de cualquier país con el que entra en conflicto, la mayoría de las veces solo por intereses económicos o geopolíticos. Ni las democracias son entidades filantrópicas ni la gente que vive bajo una tiranía suele ser culpable de ello, más bien es víctima.
Más insultante todavía es recibir el calificativo de antisemita por pedir el respeto a los derechos humanos y a las convenciones internacionales. Ni es islamófobo quien combate a la teocracia iraní, a las dictaduras y monarquías absolutas árabes y la discriminación que sufren las mujeres en la mayoría de los países musulmanes, ni antisemita quien censura la política criminal de la derecha nacionalista israelí. Por supuesto, defender los derechos del pueblo palestino no supone identificarse con los postulados de un movimiento integrista y reaccionario como Hamás, aunque también haya quien en este aspecto confunda las cosas.
No es tampoco una cuestión de equidistancia, se trata solo de defender los derechos humanos con coherencia. Algo sobre lo que no debería tener dudas cualquiera que se considere progresista o simplemente demócrata, incluso aunque sea conservador. Lo primero que debe hacerse es exigir un alto el fuego inmediato, la liberación de los rehenes y socorrer a la población de Gaza. El paso siguiente, iniciar auténticas conversaciones de paz encaminadas al establecimiento de un Estado palestino. Si Israel sigue negándose a un alto el fuego y a respetar las convenciones de la guerra y los derechos de los pueblos ocupados, se deben implantar sanciones económicas y diplomáticas y un bloqueo de las exportaciones de armas. También sería necesario señalarle con firmeza a Irán que un embargo del envío de armas a Israel no supone que se deje inerme al país y que EEUU y Europa no van a permitir su destrucción, que el régimen de los ayatolás dice tener como objetivo.
En Gaza no hay una verdadera guerra, no combaten dos ejércitos, ni siquiera una guerrilla y un ejército. Israel se limita a aterrorizar a la población con bombardeos y a realizar operaciones de castigo en las que, al parecer, no tiene bajas. Los bombardeos masivos, destinados a desmoralizar a los habitantes de los países enemigos, fueron habituales durante la Segunda Guerra Mundial, incluso en conflictos posteriores, pero siempre precedían a la intervención de las fuerzas de tierra, que, finalmente, se enfrentarían al ejército enemigo y ocuparían el territorio atacado. Es asombroso que, en una comarca de un tamaño tan reducido como Gaza y después de un año de bombardeos, Israel no haya puesto fin a la masacre con una ocupación del territorio, aunque solo fuese temporal, pero que permitiese poner fin a la matanza. Solo cabe concluir que lo que desea es aterrorizar a los palestinos, infringirles un miedo que les impida oponerse en el futuro a sus dictados.
Todavía hay esperanza. Ehud Olmert, ex primer ministro israelí, y Nasser al Kidwa, exministro palestino, publicaron el 8 de octubre una tribuna conjunta en la que proponían una salida razonable, con la creación de un Estado palestino, la retirada de la mayoría de los asentamientos judíos y la internacionalización o soberanía compartida de la ciudad vieja de Jerusalén. Son personalidades significativas. Como ellos, no son pocos los israelíes y los palestinos que desean una solución equilibrada al conflicto que permita abrir un periodo duradero de verdadera paz. El deber de la llamada comunidad internacional es darles su apoyo. El camino no será fácil, pero hay que emprenderlo. Lo que repugna es lo que sucede en España, donde el apoyo ciego a unos o a otros se ha convertido en uno más de los motivos de enfrentamiento para algunos políticos. La defensa de los derechos humanos no puede diferenciar sexo, raza, idioma o religión, todo lo demás es puro cinismo.
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