El 16 de septiembre debió conmemorarse el segundo aniversario del asesinato de Mahsa Amini por no llevar la cabeza cubierta con un pañuelo, que desató la valiente revuelta de las mujeres iraníes. Fueron muchas las que pagaron con la vida, la cárcel o palizas policiales su rebeldía; también sufrieron la represión hombres, sobre todo jóvenes, que se sumaron a la lucha contra la rancia teocracia que oprime al país. Los muertos se cuentan por centenares, probablemente por miles, no solo víctimas de la brutal acción de la policía y los llamados «guardianes de la revolución», sino ejecutados tras ser condenados en juicios sin garantías.
Esas mujeres, muchas casi niñas, verdaderas heroínas, se convirtieron en un símbolo del combate por la igualdad en todo el mundo, pero especialmente en los países en los que es mayoritaria la religión musulmana. Dos años después, solo unos pocos periódicos incluyeron algún reportaje, generalmente breve, sobre el aniversario. No se han escuchado siquiera declaraciones de los locuaces políticos españoles, ni de los de izquierdas, sedicentes feministas, ni de los de derechas, aunque de estos últimos no extraña tanto, la islamofobia de Vox se ve superada por su animadversión al feminismo y el PP no se mueve si los de Abascal se quedan quietos. Lógicamente, tampoco ha trascendido que se hayan convocado manifestaciones de solidaridad.
El silencio cae también sobre Afganistán, vergüenza de occidente, que abandonó a millones de mujeres tras haberlas engañado y estimulado a que saliesen a la luz para convertirlas, así, en objetivo del bárbaro fanatismo talibán al que entregaron el país. La ignominia de Afganistán demostró algo que ya era evidente, salvo para manipuladores ideológicos o ingenuos receptores de propaganda, y es que, con demasiada frecuencia, la democracia, la libertad y los derechos humanos son solo bellas palabras utilizadas para encubrir intereses imperiales. De Irak EEUU y sus aliados se fueron solo a medias, después de destruir el Estado, hoy una precaria y conflictiva confederación de chiíes, kurdos y suníes, y garantizarse la explotación del petróleo. Afganistán no tiene el mismo interés económico y, con Rusia escaldada tras su fracasada ocupación y enfrascada en otros conflictos, incluso ha perdido el estratégico. En cambio, el régimen talibán está logrando un reconocimiento internacional de hecho y recibe una no despreciable ayuda norteamericana porque tiene dos cosas que vender: el combate a los terroristas del Estado Islámico y la eliminación o, al menos, el control de la producción de adormidera.
La opresión de las mujeres afganas, ya denominada «apartheid de género», ha llegado a niveles extremos. Han sido apartadas de cualquier actividad social, privadas de la educación y convertidas en esclavas de los hombres. Es la mayor violación de los derechos humanos que sufre la población de ningún país, más brutal incluso que el apartheid racial que mantuvo Sudáfrica en el siglo XX. También ellas padecen las sanciones económicas indiscriminadas, una política que siempre fue poco útil para derrocar a regímenes políticos, pero que se estudie cómo reconvertirlas para evitar el hambre y la miseria no puede dar carta blanca al pragmatismo de los gobiernos, que camina hacia la normalización de relaciones con el régimen, y no justifica que quienes se dicen defensores de los derechos humanos y feministas abandonen la solidaridad con las mujeres afganas.
Cuatro países, Reino Unido, Canadá, Australia y Países Bajos, han decidido presionar al gobierno talibán con la amenaza de denunciarlo ante el Tribunal Internacional de Justicia de la Haya si en seis meses no mejora la situación de la mujeres. Probablemente esa denuncia le importe lo mismo que a Estados Unidos o la Rusia de Putin, aunque el tribunal haya sido históricamente más efectivo con los crímenes de gobernantes de países débiles, pero una condena tendría un importante valor simbólico. Como afirmaba el pasado lunes un editorial del periódico El País, dirigido por una mujer: «La opresión que sufren las afganas alcanza extremos a los que la opinión pública internacional no debería acostumbrarse jamás. (…) Tenía toda la razón la actriz Meryl Streep cuando, horrorizada, denunció la semana pasada ante la Asamblea de la ONU que una gata tiene más derechos en Afganistán porque el felino, al menos, se puede asomar a la puerta de una casa y tomar el sol. Las mujeres tienen prohibido incluso mirar por la ventana».
El caso de Irán es diferente. Paradójicamente, las mujeres no solo tienen acceso a la educación, sino que constituyen la mayoría de los estudiantes universitarios, como sucede en los países occidentales, aunque se encuentran con trabajos vetados y muchas más dificultades para desempeñar puestos relevantes o acceder a cargos públicos. Es probable que muchas mujeres de países musulmanes, incluidos los aliados de occidente de la península arábiga, envidien a las iraníes, lo que no impide que estas sufran también la doble discriminación de las leyes y del machismo arraigado en la sociedad. No hace mucho, se comentaba en la prensa el caso de una iraní condenada a muerte y ejecutada por resistirse a su violador. Se había defendido con un cuchillo y el juez sentenció que, en vez de hacerlo, había debido dejarse violar y, después, denunciar al violador.
Precisamente la educación, la toma de conciencia de su valía como personas, estimula su voluntad de luchar no solo por la igualdad de derechos con los hombres, sino por la libertad de que carece Irán. La lucha contra la obligatoriedad de un pañuelo que cubra sus cabezas y oculte su pelo es simbólica, como lo fue la que logró abrirles las puertas de los estadios de fútbol. Probablemente a muchas de las mujeres que se manifestaron para conseguirlo les interesase poco ese deporte, lo que no toleraban era la discriminación.
El problema de Irán, de Afganistán y de la mayoría de los países musulmanes es la carencia de un Estado laico, cuyas normas busquen la convivencia y garanticen los derechos y la libertad personal, sin depender de las normas morales de determinada religión y, menos todavía, de la opinión de sus clérigos. Europa y América vivieron hace ya más de doscientos años un proceso revolucionario, cultural, político y social, que estableció el principio de que los seres humanos deben ser libres y nacen portadores de derechos e inició la transformación que conduciría a las democracias liberales. Es algo que la mayoría de los países musulmanes tiene pendiente y que, como demostró el fracaso de las invasiones de Afganistán o el renacer de las religiones y los fundamentalismos en países dominados por el estalinismo, no se puede imponer por la fuerza, debe estimularse que surja de sus propias sociedades y eso no se logra con la condescendencia.
La primera oleada revolucionaria ni acabó con la discriminación de las mujeres ni estableció en todas partes la laicidad de los estados, España es un buen ejemplo, pero la manifiesta contradicción entre los principios que sustentaban los nuevos sistemas políticos y su legislación dio a quienes sufrían opresión o marginación armas ideológicas que condujeron al éxito, al menos legal, de los movimientos feministas y también al final de la esclavitud, contra la que lucharon muchas de las primeras mujeres defensoras de la igualdad, y de la exclusión de los derechos de ciudadanía de los varones pobres. De la misma forma, se impuso la libertad de conciencia y la idea de que un Estado libre no podía estar vinculado a una confesión religiosa ni establecer sus normas según sus preceptos morales.
Sorprende la escasa solidaridad que encuentran en España las mujeres discriminadas y oprimidas en países musulmanes. En parte se debe a un sector de la izquierda que todavía no ha roto sus vínculos intelectuales con el estalinismo y que no ha querido aceptar su fracaso y el fin de la guerra fría. Lo malo es que, en un tiempo de pensamiento débil y a falta de otras ideas, se ha extendido a otros ámbitos, fuera de los partidos comunistas de raíz estalinista, la de que ser de izquierdas consiste en combatir a
EEUU y que cualquiera que se oponga al imperio debe ser apoyado. No hace falta recordar que eso hubiera conducido a respaldar al fascismo en la Segunda Guerra Mundial, Stalin llego a hacerlo inicialmente, pero lo malo es que ahora convierte a alguna sedicente izquierda en defensora de una verdadera galería de los horrores, que incluye al Irán de los ayatolás, a Afganistán, a Nicolás Maduro, la tiránica dinastía Kim de Corea del Norte, la pareja Ortega-Murillo en Nicaragua e incluso a Vladimir Putin. Algún dirigente del PCE llegó a llamar fascista a Zelenski porque, en plena guerra, prohíbe los partidos prorrusos ¿Sabe lo que hizo el régimen de los ayatolás con el partido Tudeh y todos los comunistas e izquierdistas de Irán? Y no estaba en guerra con la URSS.
Es cínico que alguien que se considere izquierdista o progresista evite criticar a las tiranías islámicas con el argumento de que son países con culturas y tradiciones diferentes. Especialmente que se haga desde la España que, en términos históricos, no hace tanto que quemaba en la plaza pública a seres humanos por herejes como si fueran salmonetes, según decía el Trágala, la canción revolucionaria que hace doscientos años
festejaba el fin de la Inquisición. España, un país en el que, ya en el siglo XX, fue un escándalo el establecimiento del matrimonio civil, no del divorcio, que bien tuvo que esperar. España, que todavía en los años setenta del siglo XX condenaba a las mujeres adúlteras hasta a seis años de cárcel. España, que en la segunda mitad de ese mismo siglo
tenía obispos como procuradores natos en las Cortes y miembros del Consejo del Reino. España, el país de la tauromaquia, que todavía no hace mucho tiraba cabras desde los campanarios y decapitaba patos vivos en las fiestas. ¡Vivan las costumbres y tradiciones!
Defender la libertad y los derechos humanos es un valor moral al que no se le pueden aplicar restricciones. La opresión de las mujeres, o cualquier discriminación que sufran, es una violación de los derechos humanos y debe ser combatida, se produzca donde se produzca. Ojalá llegue el día en que veamos a Irene Montero, Ione Belarra, Yolanda Díaz, Manu Pineda, María Jesús Montero y Ana Redondo encabezar una masiva manifestación delante de la embajada de Irán. En las celebradas hace dos años recuerdo ver a feministas, artistas, profesionales, mujeres y hombres de diversa condición, pero no a políticas ni a políticos.
No es tampoco una cuestión de islamofobia. Todas las creencias merecen respeto, lo que no lo merece es la voluntad de imponerlas al conjunto de la sociedad. El señor Sanz Montes, actual obispo de Oviedo, puede clamar desde el púlpito o en una pastoral contra lo que llama «ideología de género», el aborto, el libertinaje o el matrimonio entre personas del mismo sexo, pero su llamamiento se queda en una reconvención a sus fieles,
que le harán caso o no, hay muchas formas de vincularse a una religión en una democracia liberal y una de ellas es no hacérselo demasiado al clero. Si un ayatolá iraní o un mulá afgano hacen lo mismo, mujeres y homosexuales pueden echarse a temblar. Esa es la diferencia entre un estado laico y otro confesional. Lo que es pecado para una religión no puede ser delito para el conjunto de la sociedad. Que confíen en su Dios y le dejen a él el castigo de los pecadores y a los demás en paz.
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