Suena fatal, casi tanto como lo de hacer una rellamada, que a veces se escucha con estupor mientras quien lo dice y su interlocutor, en general personajes sabihondos y respondones, lo asimilan perfectamente como una palabreja más que añadir a su diccionario guay poblado de todo ese tipo de barbarismos y pedruscos que confieren gran libertad a sus usuarios. «Lo importante es entenderse, ¿no?», justifican lamentablemente atentando contra la lengua de Cervantes que todavía hoy prestigia a los españoles por casi todo el universo. Ejemplos de ramplonería entusiasta como este se pueden enumerar por docenas, el culto a la mediocridad es una religión cada vez con más adeptos. Pero no sigo, ya es suficiente, los silencios son a veces igual de armoniosos y elocuentes en el lenguaje escrito que en los pentagramas si se manifiestan en el momento preciso.
El caso es que entre réplicas y contrarréplicas el verano toca a su fin y nos guste o no volvemos a nuestras ocupaciones habituales, que para los más privilegiados consiste en iniciar un nuevo curso escolar con envidiables paréntesis vacacionales, para otros en estrenar el nuevo año judicial, tal vez monótono y escaso de expectativas y, para la mayoría, en un desembarco forzoso en la rutina, sin olvidar que el nacimiento del otoño nos va sumiendo a todos en la melancolía de aceptar que cada vez los días son más cortos y la existencia, durante varios meses luminosa, se irá plegando paulatinamente a las oscuridades del intramuros.
Curiosamente, con todo lo rico que es nuestro vocabulario, resulta que este momento de postrimería estival solo tiene significado pleno en la rentrée tan adecuadamente utilizada por los franceses. Reentremos, entonces, con permiso momentáneo de la RAE, en nuestro pequeño universo individual, con el mejor talante posible y actitud generosa, interpretando las malas noticias como simplemente regulares, en la confianza de haberlas entendido mal o pensando que el demiurgo tendrá a bien dar mañana unos magnánimos brochazos en blanco sobre lo que hoy es gris oscuro.
Toda esta inflamada invitación al optimismo puede que tenga que ver con el hecho de que mi subconsciente ha sucumbido esta tarde a la credulidad sobre los habituales artículos que nos informan de los numerosos descubrimientos de científicos y alquimistas sobre las incalculables posibilidades de que el hombre prolongue su vida hasta todavía no se sabe cuándo, pero desde luego muchísimo, en cualquier caso muy numerosos los años de propina sobre la esperanza de vida actual si sabemos administrarnos con ponderación y unas copitas de vino. Todo muy numeroso, lo cuantitativo prevalece sobre lo cualitativo. En Japón, se me ocurre, un largo experimento con los ratones afectados por amigdalitis y afonía podría permitir perfeccionar un medicamento que mezclado con unas gotas de sirope y orina hervida de jirafa lograría alargar la existencia 4.83 años, casi tantos como casualmente se han podido conocer las bondades de desayunar tres nueces en días alternos antes de hacer doce abdominales y leer un pasaje del Deuteronomio, y parecidos a las recomendaciones de reputados nutricionistas sobre la conveniencia de evitar el perejil, la nuez moscada y el azafrán si uno tiene un problema de artrosis, para ser sustituidos por infusiones de hoja de abedul bebidas con los ojos puestos en los confines del cielo estrellado.
Pues no, me he equivocado de punta a cabo, no quiero que prevalezca lo cuantitativo ni ser un nuevo Matusalén, cuerpo y mente deben ir degradándose de forma pareja y en tiempo oportuno, malo sería tener la energía de un campeón olímpico o de un Alcaraz mientras las neuronas confunden raqueta con tenedor. ¿Para qué continuar en este maravilloso mundo todo lo que se pueda si de felicidad ya hemos disfrutado hasta la saciedad? Ahora que ya está el género masculino desengañado con elixires milagrosos contra la cruel calvicie, resulta que nos ofrecen un tique para la eternidad a pagar en cómodos plazos, ignorando que para la mayoría de los humanos los años agotan las espaldas con tanto peso acumulado y los sarpullidos del escepticismo no se combaten ni con el ibuprofeno. Además, si somos honestos debemos admitir que los ciudadanos corrientes no tenemos nada que ofrecer a nuestros congéneres que no sean palabras animosas y recomendaciones pedantes, solo de esa manera nos sentimos circunstancialmente superiores.
Definitivamente, acepto que el optimismo pasajero de hace un rato debo atribuirlo a la compañía de mi pequeña nieta, mientras siga a mi lado pensaré que mi futura rentrée en esa parcela bajo tierra situada en una esquina del más allá me aliviará con el descanso eterno.
Comentarios