Mi país, el país de casi 30 millones de ciudadanos, el país que ha perdido la noción de territorio porque hoy está desperdigado por el mundo, ese país que está ubicado en el corazón de cada uno de nosotros y no solo al norte de América del Sur. Ese país es Venezuela.
En la carrera de Derecho, una de las primeras cosas que nos enseñan es el concepto de nación: un conjunto de personas que comparten la misma historia, cultura, lengua, etnia y territorio. Pues bien, los venezolanos también hemos redefinido eso. Hoy hay más de ocho millones de pedacitos de nuestro territorio dispersos en los lugares más recónditos del planeta. Pero, sin lugar a duda, puedo asegurar que dondequiera que esté ese «trozo de tierra», duele igual.
Valga esto para poner un poco de contexto a la situación y también para dar respuesta a una pregunta que me hacen constantemente: «¿Por qué sigues en Venezuela, por qué luchas como lo haces?». La respuesta es a la vez simple y compleja: por amor, amor del bueno. El amor es a veces irracional; sonríes, vibras, vives, lloras. No tiene fácil interpretación. Es un sentimiento que llevamos en cada milímetro del cuerpo, en cada partícula de la mente, en cada inasible rincón del alma. Es una palabra de cuatro letras: amor. Por ello, Venezuela preocupa, angustia, duele, esté donde esté.
Hoy mi nación, la de más de 30 millones de personas, está sometida al yugo de la más terrible opresión. No es un decir para rellenar un documento o un discurso. Es una terrible y dolorosa realidad. Se ha llegado a extremos tales que la situación ha sido calificada como «terrorismo de Estado» por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. La sola palabra «terrorismo» produce en cualquiera una angustia insondable. Cuando ese vocablo tiene el apellido «de Estado», el concepto de terror se eleva a grados superlativos.
Hace 25 años que en Venezuela vivimos en dictadura. Algunos temen llamarla así. Lo es, pero en los últimos tiempos ha mutado. Suelo decir que este es el «Gobierno de los mismos», pero no el «mismo Gobierno». Son los mismos de Chávez, pero Maduro no es Chávez. Ha mutado y perfeccionado la forma de represión.
En esta lucha por amor al país, el pasado 28 de julio todos los venezolanos que pudimos hacerlo (millones fueron violentados en su derecho al sufragio), salimos a votar por un cambio rotundo. Más del 70 % decidieron en favor de la opción que representó Edmundo González. Esto fue evidenciado por los testigos y miembros de mesa (estos últimos son funcionarios del Consejo Nacional Electoral) a través de las actas emitidas por cada máquina de votación. Esas actas son documentos legales. Los más de 30.000 venezolanos que trabajaron directamente en los centros de votación vieron la verdad. Sin embargo, el régimen pretende hoy hacerlos cómplices del robo más grande ocurrido en nuestra historia, porque lo que quieren hacer es robarle al pueblo de Venezuela la voluntad ciudadana y la soberanía popular.
Pero hay más. Mi país vive hoy momentos de más dolor e incertidumbre. El presidente electo tuvo que abandonar el país debido a la brutal persecución emprendida en su contra. Ello puede generar la sensación de que nada ha valido la pena. Que ha triunfado el mal sobre el bien. Todo ello ocurre mientras cerca de dos mil connacionales son prisioneros políticos en las mazmorras de la dictadura.
Edmundo González se ha ido —por ahora— para resguardar su vida y libertad, pero también para proteger la victoria de la nación. Le toca ahora una lucha diferente, no más sencilla ni más fácil: hacer presencia en los organismos internacionales, articular con los ocho millones de venezolanos en el exterior y ser la voz de toda Venezuela allende nuestras fronteras. El resto del liderazgo nacional, encabezado por María Corina Machado, y que yo me honro en acompañar, junto al resto de la unidad democrática, sigue aquí, en Venezuela, y aquí permaneceremos firmes, bregando nuestra libertad, luchando por la democracia a la que tenemos sacrosanto derecho. El 10 de enero del 2025 Venezuela podrá celebrar el triunfo de la verdad. Vox populi, vox Dei.
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