Por medio de José Manuel López Cedrón me enteré este agosto en Lugo, muy tarde, del fallecimiento en Londres de nuestro común amigo David Madden. Digamos que de esta forma José Manuel, que es notario, ha levantado acta de la triste pérdida del inglés lucense que fue David, y por mi parte quisiera yo ahora escribirle una breve semblanza.
Hace una veintena de años, cuando estuve algunos meses viviendo en Lugo, manteníamos una tertulia itinerante en la que participaban David y su mujer Yonca. Las aportaciones de David, aunque escasas y breves, eran rotundas como aforismos. He conocido a muchos ingleses, pero creo que este era uno de los ingleses más ingleses que he conocido. Era un virtuoso del understatement, ese arte de decir lo importante sin darle importancia. Recuerdo, por ejemplo, una ocasión en la que comentábamos las distintas personalidades de Fidel Castro y el Che Guevara. Lógicamente, hablábamos de oído. David nos escuchó a todos con respeto para luego decir, distraídamente: «Lo cierto es que el Che tenía un magnetismo indudable, por mucho que yo estuviese en desacuerdo con sus ideas». Alfonso Calvo, que ya lo conocía, le preguntó: «David, ¿no habrás tú conocido al Che?». Y David, algo incómodo por el protagonismo, nos reveló entonces que cuando los revolucionarios habían entrado en La Habana en enero de 1959, él se encontraba allí por negocios, alojado en el hotel que convirtieron en su cuartel general, lo que le había dado la oportunidad de almorzar con ellos a diario.
El cosmopolitismo le venía a David de familia. Su padre, militar veterano de la India y de las calizas sangrientas de Galípoli, se había llevado a la familia consigo a un destino en Singapur. Cuando se produjo la invasión japonesa, David había conseguido escapar con su madre en el último barco a Australia, donde transcurrió su infancia. A su padre, que había tenido que quedarse, le tocó pasar la guerra como prisionero de guerra, precisamente en el campo de trabajos forzados en el que transcurre El puente sobre el río Kwai. David detestaba profundamente esa película porque le parecía que suavizaba la inmensa crueldad de todo aquello. Él mismo había servido en el ejército, al mando de una unidad de kikuyus del King's African Rifles en Kenia, y también en Malaya (la actual Malasia), luchando en la jungla contra la guerrilla comunista china. Luego había trabajado para una empresa escocesa por todo el mundo: en Cuba, en Colombia, en Perú, en Bolivia, en Brasil, en la India, en Tailandia... En tantos lugares lejanos que hasta había estado en Lugo, donde se casó.
En sus últimos años, David se había vuelto a Londres. Cada vez que iba yo a Inglaterra me acercaba a su casa de Onslow Gardens, llena de fotografías y recuerdos. Íbamos a comer a su pub favorito, el Anglesea Arms, donde nos servían fish and chips y unas copas de Rioja. La última vez que lo vi me dijo que estaba escribiendo los recuerdos de su familia y reuniendo fotografías para legárselo todo a sus nietos. Esto le hacía recordar con viveza el pasado. Me contó que soñaba con la jungla en Malaya, el calor, los mosquitos, la humedad… Tenía ya medio millón de palabras escritas y le preocupaba que el formato del procesador de textos y de las imágenes se quedase algún día obsoleto. Había consultado con un informático que le había dicho que nada es eterno. «Una respuesta técnica y filosófica a la vez». Aunque era un día plomizo que amenazaba lluvia, dimos luego un largo paseo por Hyde Park y nos despedimos en la parada de Knightsbridge.
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