El primer debate entre Donald Trump y Kamala Harris tenía, casi por fuerza, que beneficiar a esta última. Mientras que los dos candidatos están empatados en los sondeos, hay un número preocupante para Harris: casi un tercio de los electores cree que «no sabe lo suficiente sobre ella como para votarla». De modo que ya solo presentándose ante una audiencia millonaria Harris tenía mucho que ganar, salvo que su intervención resultase desastrosa, lo que no fue el caso. Como recomiendan los expertos en comunicación, tanto ella como Donald Trump fueron «ellos mismos», aunque eso fuese en detrimento del espectador, porque significa que ninguno de los dos brilló. Los medios favorables a Harris insisten en que sacó a su rival de sus casillas, pero lo cierto es que Trump no estuvo más enfadado de lo que suele estar. Obsesivo, errático, ególatra… El expresidente no hizo otra cosa que elogiarse a sí mismo y atacar a la vicepresidenta de una manera genérica y despectiva. Por su parte, Harris se mostró una vez más robótica, insegura, a menudo confusa y contradictoria, en algún momento repitiendo palabra por palabra respuestas de su reciente entrevista en televisión. Pero su objetivo era modesto y por tanto alcanzable: reinventarse a sí misma como una centrista y certificar a Trump como un lunático. Lo primero lo consiguió ella, lo segundo lo consiguió el propio Trump, especialmente cuando protagonizó el minuto más surrealista del debate, al denunciar que los inmigrantes haitianos «se están comiendo las mascotas» (sic) de la gente de Springfield, Ohio; quizá la declaración política más merecedora de las comillas y el «sic» en muchos años.
En cuanto a propuestas, ambos candidatos se limitaron a lanzar algunas ideas memorizadas, inconexas y excesivamente puntuales. Harris se apuntó un tanto al defender el llamado Obamacare, el programa público de seguro de enfermedad, muy popular en Arizona, un estado clave. Trump se apuntó otro al preguntarle a Harris por qué, si lleva casi cuatro años de vicepresidenta, no ha hecho lo que propone ahora. En el terreno internacional, en cambio, Trump confirmó los temores de muchos europeos cuando se negó a revelar si quiere que Ucrania gane la guerra, o cuando citó como gran autoridad al, como poco, polémico primer ministro húngaro, Viktor Orbán. Harris sonó más tranquilizadora para los europeos, aunque quizá demasiado «halcón» para los norteamericanos, que son los que votan. En todo caso, y se diga lo que se diga, los debates televisados no son concursos de propuestas políticas sino castings de personalidades en los que lo que cuenta no es lo que se dice sino cómo se dice. En ese sentido, Trump ha recordado a los independientes y a los republicanos anti-Trump por qué no le quieren votar, sin por eso dañar demasiado su base electoral, que ve en él algo que los demás no ven. En cuanto a Harris, seguramente haya logrado frenar el ligero declive que empezaban a mostrar las encuestas, pero el efecto no será milagroso. Que su campaña pida otro debate revela que piensan que este ha sido insuficiente; que la campaña de Trump lo rechace delata que saben que este lo ha perdido. Persiste el empate y el partido se va a los penaltis.
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