Javier Marías

OPINIÓN

Javier Marías en la biblioteca de su casa de Madrid, donde escribía a máquina sus obras.
Javier Marías en la biblioteca de su casa de Madrid, donde escribía a máquina sus obras. J. P. GANDUL | EFE

14 sep 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

«No he querido saber, pero he sabido…». Así empieza el relato de Corazón tan blanco, la novela con que en 1993 el entonces joven Marías (denominado así por su admirado amigo Juan Benet, el frustrado Faulkner español) saltaba con brío a la escena literaria mundial, según confirmaron sus más de dos millones y medio de ejemplares vendidos. Supuso un antes y un después, esta obra, como ocurre con todos los hitos que jalonan la trayectoria de los escritores geniales, y fue corroborado a través de sus posteriores novelas (Mañana en la batalla piensa en mí, Negra espalda del tiempo, Así empieza lo malo), acogidas con una leal expectación que enseguida se convirtió en aplauso unánime. Pocos prosistas han sido capaces de especular con el poliedro de la realidad hasta enredarla con la fantasía de lo posible como Marías. Y eso explica que ahora, transcurridos dos años desde su inesperada desaparición, no solo sus lectores incondicionales se sientan impelidos a rendirle el homenaje que se dedica a quienes nos enseñan a entreverar la vida con los sueños, sino el mundo literario en su mayoría, (haya o no en él soberbios discrepantes, unos con pleno derecho y otros carcomidos por la envidia), reconozca en Marías a nuestro novelista de mayor proyección internacional en los últimos 30 años. Su  colosal obra, rubricada con solvencia por la trilogía de Tu rostro mañana, y más tarde por Los enamoramientos, desembocó felizmente en lo que podría entenderse como una alegoría a La Ilíada, a través de Berta Isla (Penélope) y su marido Tom Nevinson (Ulises). 

Impertinente, provocador, antipático, petulante, inconformista, protestón, ácrata conservador, esnob, polemista, frívolo. Estas descalificaciones que recibió no pocas veces fueron rotundamente desmentidas por quienes,  tratándolo en la corta distancia, lo tenían por persona amable y cortés, tímida y algo huidiza; aunque él mismo siempre aceptó que su personalidad estaba condicionada por un impulso de rebeldía imposible de domesticar: «Para bien o para mal, el autor de mis novelas es un tipo iconoclasta, yo diría que para bien», le he oído decir.

Sin los ecos de Shakespeare tal vez no hubiera sido capaz de escribir sus historias, protagonizadas por la falsedad, el rencor, la traición y la incertidumbre, altos conceptos que precisan alta pluma. Admiraba por igual a Henry James y a Stevenson, a Conrad y a Sterne. Y en el universo doméstico reconocía sincero respeto hacia Cervantes, Valle y Clarín (el Clarín de La Regenta, no el admirador de la poesía de Campoamor y Núñez de Arce). Su inconfundible prosa se apoyaba con acierto y un cierto exceso (donde sorprenden algunos comentarios ingenuos) en la digresión, tanto como estratégico recurso estilístico como por descubrir en ella una útil herramienta para hilvanar argumentos que se enredan y desenredan hasta situar al lector dentro de una telaraña de la que es difícil escapar y en la que él mismo se ve atrapado, según aceptaba al afirmar con  naturalidad que en general se encuentra perdido escribiendo, sin ser capaz de imaginar lo que se le ocurrirá en los siguientes capítulos.  

Otros escritores «enganchan» o «atrapan» con más o menos tino ayudados por un su frenesí electrizante, pero Marías lo que hace es seducir sin pudor desde la primera página, aunque su ritmo sintáctico sea deliberadamente lento y hasta tedioso. Los argumentos de sus obras no son apasionantes ni producen  insomnios, la trama se desarrolla con intensidad contenida, jugando con lo que pudo ser y no es, para abrir un paréntesis de intriga de duración indefinida que al cerrarse puede volver a abrirse. De eso se trata. 

Si encontraba en la novela un itinerario cómodo para comportarse de forma salvaje, con libertad absoluta, en su faceta como articulista se aproximaba al punto de vista del lector, anticipando sus preocupaciones y quejas hasta fundir su opinión con la de ellos para construir un frente común contra la desmesura estúpida que maltrata existencias propias y ajenas con irresponsable delectación. Políticos y mandamases de todo signo recibían cada domingo en El País la flagelación de su pluma insobornable, causa frecuente de ser respondido con ira y bastantes zancadillas. 

Admoniciones, apercibimientos. «Presta el oído a todos y a pocos la voz. Oye las censuras de los demás, pero reserva tu propia opinión». La omnipresencia de Shakespeare nunca trató de ocultarla, como un hijo que  recoge con orgullo el legado de su padre y lo lanza al viento para participarlo.

Bien.  

No he querido saber, pero he sabido, que la ausencia de Marías es irreversible y ya lo empezó a ser el mismo 11 de septiembre de 2022, a media mañana, sin dar otra oportunidad al sentimiento que aceptar la realidad de la muerte como la única que no tolera transacción o permuta. 

La memoria no siempre se pierde en la niebla del tiempo, los seres cercanos no desaparecen del todo porque es su voluntad acompañarnos en la larga travesía. Me lo repetiré cuando en uno de mis habituales paseos por el Madrid de los Austrias, al llegar a la plaza de la Villa vuelva la vista hacia el edificio donde se inmortalizó Marías y no perciba más que la transparencia de un aire antiguo, tan inmaculado y añejo como los nobles muros que lo conservan.