El Consejo General del Poder Judicial, a la deriva desde no hace pocos años, tiene por fin a una presidencia a la altura de las circunstancias. La magistrada que ha cosechado, con una mayoría sólida, su nombramiento tiene una dilatada carrera judicial que comenzó en 1985, entre otros, en el TSJ de Andalucía, Audiencia Nacional e, incluso, como letrada del Tribunal Constitucional. En la actualidad ejerce como magistrada desde el 2009, concretamente en la Sección Tercera de la Sala Tercera del Tribunal Supremo.
Una pericia y experiencia que a buen seguro será precisa habida cuenta de la enorme dificultad del cargo que, más allá de comportar la condición de primera autoridad judicial de nuestro país, se produce en una de las mayores crisis de nuestro teórico estado de derecho.
Entre estas experiencias, la ya presidenta del Consejo General del Poder Judicial se posicionó en contra del cambio de criterio del Tribunal Supremo a los pocos días de determinar que las entidades financieras debían ser el sujeto pasivo del «impuesto sobre las hipotecas», uno de los momentos más bochornosos y lamentables de la historia de nuestro más alto tribunal. El voto particular, al que se adhirió la presidenta, ponía de manifiesto que la regulación era deficiente y que no era admisible que en el curso de unos pocos días el Tribunal Supremo afirme una cosa y su contraria, desdiciéndose, porque entonces no transmitiría a la sociedad la imagen de que hace justicia, sino la de que siembra desconcierto.
Si bien la gravedad de lo que sucedió es mucho mayor de lo que aparentemente pueda pensarse, los retos a los que se enfrentará, bajo el prisma de quien suscribe desde la praxis de mi profesión, son aún más complicados.
En teoría, el poder judicial, independiente del resto de poderes, tiene plena dependencia de estos. La modernización de la justicia, así como la dotación de medios humanos y materiales depende de aquellos que, en no pocos asuntos, son parte demandada, por lo que su interés en que se mantenga la precariedad actual es más que evidente.
Por si lo anterior fuera poco, una crisis territorial anudada a una ausencia de identidad de Nación, concretada en un traje a la medida por una silla y, seguramente blindado por un Constitucional afín al mismo sastre, pone de relieve un panorama del que muchos huirían como alma que ha visto al diablo.
En definitiva, más allá de todos sus méritos profesionales y académicos, se intuye también la entereza y valentía necesaria para afrontar tamaño reto. Así sea. Mucha suerte.