Una figura jurídica específica del derecho civil gallego es el contrato de vitalicio. Consiste en que una o varias personas, denominadas cesionarios o alimentantes, se comprometen en escritura pública a proporcionar asistencia y cuidados materiales y afectivos a otra u otras personas, conocidas como cedentes o alimentistas, a cambio de la transmisión de determinados bienes o derechos a favor del alimentante.
La característica esencial de este contrato es la obligación del cesionario de ofrecer cuidados materiales (alimentación, vestido y vivienda) y también ayuda y cuidados afectivos, que son determinantes del contrato de vitalicio.
Esta característica diferencia el contrato de vitalicio del contrato de renta vitalicia, por la cual el cedente o rentista transfiere la propiedad de un bien o derecho al cesionario o deudor de la renta a cambio de una prestación económica fija durante la vida del rentista. Así, se limita a una mera obligación de pago monetario, sin incluir cuidados personales ni afectivos.
La otra particularidad a destacar del contrato de vitalicio es su duración. El alimentante tiene que prestar asistencia y cuidados hasta el fallecimiento del cedente. Ambas peculiaridades del contrato de vitalicio dificultan la cuantificación económica de las prestaciones, toda vez que, aparte de prestaciones no estrictamente monetarias, es difícil predecir su duración y las necesidades del alimentista varían en función de sus circunstancias.
Esta complejidad se traslada también al ámbito fiscal, ya que el contrato de vitalicio tiene diversas implicaciones tributarias específicas en los impuestos sobre Transmisiones Patrimoniales y sobre la Renta de las Personas Físicas.
Lo cierto es que el contrato de vitalicio de nuestro derecho civil gallego supone una alternativa para garantizar la asistencia y cuidado de una persona, permitiendo adaptar las condiciones del contrato a las circunstancias particulares de cada caso y asegurando así el bienestar del cedente o alimentista a lo largo de su vida.
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