Resurge periódicamente en España el debate sobre el fenómeno de la inmigración, sus consecuencias y su alcance. Cada vez que adquiere protagonismo, lo que sucede con mayor frecuencia, lo hace con un enfoque más envenenado y torcido, acorde al tiempo acre que vivimos. Mientras se asienta la realidad ineluctable de una sociedad más diversa en su procedencia y en las pertenencias culturales de las personas que la componen, más fuerza cobran discursos nacional-populistas basados en una ensoñación distópica de cierre de fronteras, expulsiones masivas, uniformidad racial y religiosa y recuperación de una supuesta identidad esencialista española, en cuyo canon falsario cuesta desde luego reconocerse. Se trataría de una pesadilla totalitaria y violenta, pues requeriría convertir al Estado en una feroz máquina de represión depurativa; y de un proyecto inviable de todo punto, empezando por la imposibilidad de repatriación a los países de origen y por la realidad socioeconómica que sustenta el fenómeno migratorio. Lo cierto es que, según datos del Instituto Nacional Estadística, el 24% de los trabajadores del sector agrícola, el 20% de la construcción y el 45% de los trabajadores del hogar, son extranjeros. Y, la sostenibilidad futura de la actividad económica y de cualquier sistema de Seguridad Social requiere incorporar mayor población extranjera, pues del 59% de población en edad de trabajar se pasaría al 53% en 2050, con un cotizante por cada tres dependientes de las prestaciones, a menos que se incremente notablemente el flujo inmigratorio.
No tiene sentido, por lo tanto, debatir las propuestas involucionistas, por ser absurdas e imposibles, además de inhumanas. El esfuerzo debe centrarse en analizar otros aspectos en los que, desde el sistema establecido en 1985 con la Ley Orgánica de Derechos y Libertades de los Extranjeros en España, y profundizado en 2000 con la norma aún en vigor, hemos perseverado. Un sistema cuyas costuras se resienten por la imposibilidad de una aplicación práctica cabal, pues requiere un nivel de control, capacidad administrativa y coordinación internacional fuera del alcance factible de cualquier poder ejecutivo. En efecto, nuestra legislación sigue partiendo de la perspectiva parcial de que la situación nacional de empleo ha de determinar el grueso del flujo migratorio, canalizado principalmente mediante la solicitud y obtención de visados en origen, y reforzado mediante un sistema de rechazo en frontera, devoluciones y expulsiones a quien pretenda acceder o se encuentre en situación irregular. Se traza de este modo la línea entre la regularidad y la irregularidad. Esta última acarrea la imposibilidad de desplegar el proyecto migratorio, cotizar, contribuir, emprender y estabilizarse desde el punto de vista personal, laboral y familiar. Las bolsas de inmigración irregular se crean, en último término, por el criterio del legislador, que ha diseñado un sistema superado, errado e inaplicable. Culminado con la incapacidad administrativa para gestionarlo en todas sus fases dada su inviabilidad, propiciando la indefensión endémica y el maltrato administrativo habitual a la población extranjera sujeta a ese régimen y la precariedad total a quien, además, no tiene «papeles». Un panorama insuficientemente paliado por las vías de regularización ordinaria previstas en la normativa reglamentaria (arraigo social, familiar, laboral o formativo) o por las regularizaciones extraordinarias (nueve desde 1986), pues perpetuar la clandestinidad perjudica no sólo a las personas en situación irregular sino a la propia sociedad de acogida. Razón que justificaría, por cierto, impulsar decididamente la tramitación y aprobación de la Iniciativa Legislativa Popular tomada en consideración por el Congreso de los Diputados el pasado 9 de abril.
La expectativa de inmigración regular, por otra parte, debe ser tangible, algo que actualmente no sucede. Los visados de trabajo y las contrataciones en origen son tortuosas, administrativamente insufribles para empleador y empleado, excepcionales y manifiestamente insuficientes para las necesidades de nuestra economía. En lugar de beneficiarse del incremento de actividad asociada al de la población y de la capacidad de emprendimiento de la población migrante (que necesita por definición prosperar para ayudar a sus familiares y abrirse paso desde cero), facilitando un cierto número de visados dirigidos a la búsqueda de empleo o el emprendimiento (además de posibilitar la movilidad formativa o el reagrupamiento) nos mantenemos en el esquema improbable de que todo dependa de un perfeccionamiento previo de un contrato de trabajo y unas condiciones de residencia, convirtiendo el cauce legal en impracticable. Como el impulso migratorio existe y existirá, forzamos a optar por alternativas que, además de problemas para los propios países de destino, causan, sobre todo, el sufrimiento indecible a los protagonistas: transitar durante meses diferentes países, quedar a merced de grupos de delincuencia organizada y traficantes de todo tipo, soportar extorsiones y abusos de toda clase (incluyendo autoridades gubernamentales de países de tránsito y destino), y finalizar el trayecto en una ruta marítima o una entrada irregular peligrosísima (con episodios de violencia estatal incluida, como en el caso de la playa del Tarajal de 2014 o del de la valla de Melilla de 2022), para pasar por un amplio periodo de clandestinidad hasta una futura residencia legal. Si en los países de origen existiese una percepción de que la inmigración legal es posible (y también la solicitud de protección internacional, cuando proceda, en embajadas y consulados), someterse a un periplo peligroso y de resultado incierto sería una alternativa evidentemente menos escogida. Esta perspectiva apenas se aborda, pese a ser capital para transformar el canal migratorio irregular que representan las crisis periódicas de pateras y cayucos. Crisis que, aun siendo menos relevante cuantitativamente (en torno al 6% de las llegadas de inmigrantes entre abril de 2023 y abril de 2024) más alarma social crean, más propician la proliferación del discurso de la «invasión» y más tensión ocasionan por la intrínsecamente limitada capacidad de acogida de Canarias, dada su insularidad, o de Ceuta y Melilla, por su condición de enclaves. También rebajaría, por otro lado, la capacidad demostrada por Marruecos para utilizar de manera dañina para nuestros intereses nacionales el control migratorio como arma de presión, de enorme efectividad sobre España.
Existe el temor a reconocer la necesidad del flujo inmigratorio y que, en efecto, nuestra sociedad cambiará en sus acentos y procedencias, como ya lo está haciendo. En lugar de asumir esa realidad, su complejidad y el reto que comporta, preferimos centrarnos en la ficción de un control irrealizable sobre las bases actuales o, peor aún, en el delirio xenófobo y empobrecedor que supondría prescindir de la población migrante y en el oportunismo de quien atiza la desconfianza y el temor. La historia y los vínculos de nuestro país con Latinoamérica y con la ribera Sur del Mediterráneo, y la del proyecto europeo que construimos (continente con un reciente pasado colonial y su reflujo consiguiente), convierten la realidad migratoria en parte fundamental de nuestra identidad. No hay nada más contrario a esa identidad europea que negarlo y nada más iliberal que impedir batirse el cobre a quien precisa buscar un futuro mejor. En todo caso, el debate identitario legítimo y, sobre todo, práctico, es el refuerzo de una identidad española y europea basada en las garantías jurídicas, los valores democráticos, los derechos humanos y la cohesión social, generadora de adhesión e integración, que sea capaz de flexibilizar el acceso a la nacionalidad y de otorgar derechos políticos a quien, como inmigrante, crea un vínculo con vocación de continuidad con la sociedad de la que pasa a formar parte. Una identidad basada en la acogida que la población migrante aprecie, defienda como propia, incorpore también a su identidad y enriquezca. No es una utopía sino una necesidad existencial.
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