Me sorprende la triste noticia de la marcha de don Santiago en mis últimos días de descanso en la querida Mariña lucense. El mar lleva unos cuantos días algo revuelto, en una especie de intranquilidad sosegada más propia del otoño que de los últimos días del verano. Como si también el Cantábrico —tan gallego y tan asturiano— sintiera que algo falta en su interior.
Y, desde luego, así es… algo nos falta.
Santiago, don Santiago, un ser humano irrepetible al que tuve la suerte de conocer hace ya más de diez años, y que me recibió en su casa con la cercanía y el cariño que solo demuestran los grandes, ya no estará cada día al frente de sus queridas rotativas, de la tinta de impresión que llevaba en sus venas, en su corazón y en su alma.
Recuerdo con especial afecto mis visitas a la gran Casa de La Voz de Galicia, a su Museo, a la Fundación. Las formidables entregas del premio anual, la presencia de su majestad el rey de España... Las conversaciones con su magnífico equipo de colaboradores que —sin duda alguna— continuarán al frente de su proyecto con más ilusión y entrega que nunca.
Pienso, en este final del verano en el que los verdes gallegos comienzan a mezclarse con los ocres del otoño, en las semillas. Estas entregan todo lo que son para hacer germinar nuevas plantas, nuevos árboles, nuevas cosechas.
Así pienso que será el legado de este gallego universal. Un hombre excepcional que ha dado su vida por un proyecto y por un legado que trasciende fronteras y que siempre —como sucede a os bos e xenerosos— permanecerá en nuestro recuerdo reflejado en la continuidad de su obra.
Un fuerte abrazo y siempre el cariñoso recuerdo y las oraciones de todos los que formamos parte de Sabadell Gallego.