Llevaba mucho tiempo escribiendo en La Voz de Galicia, pero, como hace ya muchos años que vivo fuera, no conocía todavía personalmente a don Santiago. También tengo que reconocer que me intimidaba un poco este hombre que para los trabajadores de La Voz parecía a la vez un padre y un monarca, un editor que se había convertido en una leyenda, una fuerza viva en sí mismo. Así que en una de las comidas de entrega del Premio Fernández Latorre decidí solventar esa carencia mía y fui a presentarme. «Qué mal escribes», me soltó tan pronto me reconoció, con una cara seria en la que solo al final se insinuó una sonrisa burlona. Hasta hoy, considero aquella broma como el mayor elogio que me han hecho por mi trabajo, por lo irónico y por venir de quien venía. He conocido a muchos periodistas, algunos muy grandes, pero a ninguno que encarnase con tanta autoridad el oficio en todas sus facetas, desde la redacción de una noticia hasta la producción en masa de un periódico; he conocido a pocos, desde luego, que viviesen el periodismo con una pasión semejante.
Él mismo lo dijo en una ocasión: «Nací para ser editor y desprecié todo lo que no fuese eso». Recuerdo que cuando se lo escuché (creo que fue el día en que celebramos con él su 80 cumpleaños) me hizo pensar, en parte, en el personaje de Orson Welles en Ciudadano Kane, ese heredero de un imperio empresarial que se desinteresa de él para centrarse en un pequeño periódico de su propiedad porque se enamora del periodismo y de la idea de la verdad. El periódico que heredó don Santiago no era pequeño, pero él lo hizo mucho más grande. Su abuelo, Juan Fernández Latorre, lo había fundado como un medio rebelde y combativo. Él, conservando esa rebeldía que asomaba siempre en los editoriales que escribía, tomó al pie de la letra lo que decía la cabecera y lo convirtió, en efecto, en la voz de Galicia, de toda Galicia y de todas las Galicias que contiene; en un periódico que, literalmente, dice «Galicia» cada día en la primera frase. No quiso que dejase de ser un diario de provincias, sino que hizo con el diario que la provincia pasase a ser algo importante. Y, aunque a él le gustaba resaltar el pedigrí más que centenario de la cabecera, la verdad es que la tradición de La Voz era él. Era él quien le había dado forma al diario y lo había llevado de la mano, siempre pionero, a lo largo de las transformaciones tecnológicas de dos siglos, desde el periódico que olía a tinta fresca hasta la web. Entendía que, por su propia naturaleza, el periodismo es como los jóvenes: solo vive en el momento presente, porque el presente es su materia prima.
Unos años después de aquel primer encuentro se me presentó la oportunidad de decirle a don Santiago algo de todo esto, con otras palabras. Fue cuando tuve el honor de recibir de sus manos el Premio Fernández Latorre en el 2016. Aunque mi discurso contenía ya los agradecimientos de rigor al editor que me había acogido en su periódico y al presidente de la fundación que me otorgaba el premio, mientras lo pronunciaba me pareció insuficiente e improvisé un párrafo en el que resaltaba ese privilegio de escribir para un editor tan entregado a la causa del periodismo, valiente y (como todos los rebeldes) tozudo; exigente y (como pocos exigentes) generoso. Todos los editores dejan una impronta en sus medios. De La Voz de Galicia se puede decir que, en este sentido, es prácticamente un periódico de autor: la obra de Santiago Rey. Desde ayer se ha convertido también en su legado.