Hace unos días me cité con un amigo en el bar donde últimamente solemos quedar a charlar de cualquier cosa que no sea política: se trata de un sitio cómodo, con servicio agradable y precio asequible. Estas condiciones del establecimiento, nada lujosas y aparentemente sencillas de cumplir, se dan ya en pocos sitios, por eso cuando uno descubre que en algunos locales las observan, se convierte en parroquiano leal de ellos y renuncia a probar novedades. Del bullicio de no pocos clientes (la mala educación se impone con entusiasmo, hablar a voces es síntoma de libertad absoluta, se practica mutuamente terapia gratis por el método de la risotada estruendosa) está uno tan harto como de la indiferencia y desgana o exceso de dignidad de algunos camareros (tal vez originada por la precariedad a que están sometidos) y no digamos ya de los precios injustificables (que suben un quince o un veinte por ciento cada año nada más que porque sí, o mejor dicho, porque veo que usted agacha la cabeza y paga, caballero). Da la sensación de que la dolorosa crisis sufrida por las empresas de hostelería como consecuencia del covid la vamos a estar financiando con nuestra comprensión y nuestra cartera hasta el fin de los días. Y eso sin olvidar que sus terrazas han invadido las aceras con descarada impunidad, casi auspiciada su despótica actitud desde los ayuntamientos, tan tolerantes con este sector que ignoran que a la mayoría de los ciudadanos ninguna institución nos soluciona nuestro problema laboral y al salir a la calle solo queremos recuperar el espacio público que siempre hemos disfrutado. Lo cual no significa que la alusión a la «pérdida de los puestos de trabajo» con que se me replicaría por la crítica no debamos escucharla todos responsablemente, pues nuestro futuro depende de que mejore el empleo, a pesar de que la historia no juzgará con demasiada benevolencia que cincuenta años atrás hayamos encontrado en el turismo la única vía de estabilidad económica: somos el bar de Europa y América, y esa situación no es para presumir. A corto plazo, estamos emplazados a ser espectadores de la reivindicación de los defensores de la cruzada antiturística para recuperar la ciudad donde nacieron, crecieron y esperan continuar hasta la muerte. Quién les iba a decir hace no tantos años que este incuestionable derecho también iba a ser objeto de negociación.
En fin, volviendo a lo de antes, no es mucho pedir poder pasear por nuestras calles de siempre sin vernos obligados a ir sorteando mesas, sillas y hasta pizarras anunciando los menús, colocados todos ellos en posición zigzagueante al dictado del interés del dueño del bar, que probablemente reaccionará mal si simplemente le sugerimos un poco de cuidado. En la mayoría de las ciudades ya existen muchas zonas casi reservadas exclusivamente para los consumidores por donde se debe renunciar a pasar. Pero no sigo, creo que lo inteligente va a ser desistir para no frustrarse ni ponerse de mal humor, en este aspecto y en casi todos padecemos una escandalosa insuficiencia de autoridad y nuestros gobernantes han descubierto que su popularidad aumenta en proporción directa a la permisividad. Por poner un ejemplo algo disparatado, cualquier día se eliminarán los semáforos para que los votantes de sus respectivos partidos puedan circular a su antojo; el menor atisbo de orden, aunque sea evidente que el concepto de organización revierte en el bien común, es muy mal recibido y su aplicación se asocia inmediatamente a ecos interminables del franquismo. Cuando en cambio la autoridad sí se muestra intransigente es a la hora de coaccionar hasta la extenuación con la carga impositiva que imponen. En ese aspecto unos y otros son unánimes: hay que recaudar lo máximo posible, de la forma más inclemente posible y con la mayor celeridad posible. Naturalmente, esa voracidad aconseja a los ciudadanos reaccionar de la forma tradicional que tan bien conocemos, que es responder desde los mandamientos más elementales de la picaresca: si ustedes nos aprietan el nudo en el cuello ya encontraremos nosotros la forma de aflojarlo, se pongan como se pongan sin aire no nos van a dejar.
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