El turismo es un signo de bienestar que debe ser tratado con racionalidad

OPINIÓN

Playa de Barro, Llanes.
Playa de Barro, Llanes. Carmen Liedo

21 ago 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Viajar es un derecho reconocido en el artículo 13 de la Declaración Universal aprobada por la ONU y hacerlo por placer, para conocer y disfrutar lugares diferentes, una señal de bienestar. El turismo no solo prueba que existe cierto nivel de recursos en el que viaja, genera riqueza. Se calcula que este año supondrá el 14% del PIB español. Seríamos más pobres, habría muchos más parados, sin esos molestos turistas que llenan playas, monumentos, calles y bares y provocan atascos en las carreteras.

El mundo está cambiando con gran rapidez. La industrialización, la tecnología, los avances de la medicina y el incremento de la producción de alimentos han permitido reducir la mortalidad infantil y aumentar la esperanza de vida incluso en la mayoría de los países más pobres. Sigue habiendo pobres y ricos, pero los primeros son mucho menos miserables que hace cincuenta o cien años. Siempre hay dos caras, en 1974 vivían en la Tierra 4.000 millones de personas, hoy somos 8.000. En 1974, China y la India eran países en los que buena parte de la población estaba en la miseria. Incluso en Europa, portugueses, españoles, griegos o yugoslavos viajaban al extranjero sobre todo en busca de trabajo, hacían menos turismo en el interior de sus países y casi ninguno fuera de sus fronteras. Cincuenta años después, somos muchos más y más ricos y queremos vivir mejor que nuestros padres y abuelos, pero eso implica deterioro del medio ambiente y, con frecuencia, hacinamiento en nuestros lugares de residencia y también en los que buscamos para el ocio.

Hice mi primer viaje al extranjero en 1975, en Interrail, acompañado de un amigo, con una tienda de campaña y una mochila, con bocadillos como casi único alimento. Entonces, en ese mundo más pobre y con la mitad de habitantes, se podía entrar sin colas en el Louvre y ver la Gioconda con la sala casi vacía, los pocos españoles que encontrábamos por Europa eran camareros, fundamentalmente gallegos. Tengo fotos de los años setenta en la playa de San Francisco de Muros, el pueblo gallego de mi padre, sin prácticamente edificios, solo mar, arena y pinares, cierto que se tardaba casi dos horas en llegar desde Santiago por una carretera estrecha, sin pintar, plagada de curvas y de baches, buena forma de disuadir al turismo. De niños íbamos con mi madre a la playa de San Lorenzo y teníamos sitio de sobra, con marea baja, para poner sombrilla y toallas y estar lejos de los vecinos. Cuando salíamos al monte en Asturias podíamos acampar libremente y la gente de los pueblos nos trataba de forma tremendamente acogedora, éramos pocos los montañeros y, además, respetuosos, ni dejábamos basura ni estropeábamos nada. 

Era otro mundo, que no volverá. Más tranquilo, pero en el que algunos de mis amigos si viajaban al extranjero en verano era a la vendimia en Francia o Suiza para contribuir a pagarse los estudios, las calles de los barrios de Gijón estaban sin asfaltar, nuestra región no tenía autopistas ni AVE y el turismo que se podía permitir la mayoría de los asturianos era coger el tren o el autobús para ir, con el bocadillo o la tartera, a las playas de Gijón o Salinas.

Es necesario combinar el derecho a viajar y a disfrutar de las vacaciones con los de los habitantes de los lugares visitados y con el respeto al patrimonio y la naturaleza, pero resulta indignante que se apele al «turismo de calidad», el que gasta, como alternativa a la masificación, sobre todo si lo hace la sedicente izquierda. ¿Se trata de que, como en el siglo XIX o buena parte del XX, solo puedan viajar los ricos? Esos turistas «cutres», que solo pueden pagarse una pensión, un hotel barato o un piso alejado de la playa, que escatiman las bebidas en las terrazas y buscan lo más asequible para comer, son los votantes tradicionales de la izquierda. Dejan menos dinero porque no lo tienen, pueden ser más voceras, incluso molestos, pero trabajan todo el año, sostienen la economía y tienen todo el derecho a ir a la playa, a sentarse en una terraza y a conocer otras ciudades o paisajes. El desprecio hacia ellos de determinada izquierda elitista solo puede echarlos en manos de la extrema derecha.

Como decía, ese mundo más cómodo para la clase media con ciertos recursos no volverá. Los verdaderamente ricos siempre podrán elegir entre hacinarse con otros de su clase, también les gusta, o sitios exclusivos y solitarios, los demás tendremos que convivir con más gente de la que quizá desearíamos, pero podemos racionalizar esa convivencia.

Una de las consecuencias negativas del turismo es que es inflacionista y uno de los mayores problemas que ha provocado recientemente es el encarecimiento de la vivienda debido al alquiler de casas y apartamentos para alojamientos de corta duración. La solución está en manos de las autoridades: prohibir o, en todo caso, reducir drásticamente los pisos turísticos autorizados. Si hay más demanda de apartamentos que de hoteles tradicionales, las compañías hoteleras, ya se está haciendo, pueden construir edificios de apartahotel.

Otro efecto negativo es la masificación de determinadas localidades. Las autoridades deben ser valientes y prohibir en esos casos la construcción o apertura de nuevos hoteles u otros alojamientos para turistas. Eso puede incrementar los precios y penalizar a la gente con menos recursos, pero se compensaría con la creación de ese tipo de establecimientos en poblaciones cercanas. Los turistas que allí se alojasen seguirían yendo a visitar las localidades más atractivas, pero probablemente cenarían, desayunarían y harían visitas en las que tuviesen la habitación, lo que descongestionaría las más demandadas y repartiría los beneficios. Algo que también debería limitarse es la proliferación de terrazas, que impiden caminar por paseos marítimos, calles peatonales y aceras, incluso ver adecuadamente edificios históricos o plazas singulares. Como en todo, el equilibrio es importante.

Para evitar las construcciones en la costa y la destrucción de los pequeños pueblos marineros, algo tan extendido en el Mediterráneo y que ya afecta demasiado a Galicia y a Cantabria y en menor medida a Asturias, se pueden establecer normas urbanísticas estrictas, cuidar que se respeten y prohibir radicalmente la construcción en los parajes naturales que todavía sobreviven. No es necesario que los hoteles estén en las playas, con buenos aparcamientos, tampoco situados encima del mar, caminar unos minutos es saludable, y transporte público se puede lograr cierto equilibrio.

Para todo ello hace falta presión social y decisión de los ayuntamientos, las autonomías y el Estado. Tienen que ser capaces de resistir a las intimidaciones de los empresarios y de los propietarios de terrenos y, sobre todo, rechazar radicalmente la corrupción, amenaza siempre viva en todo lo relacionado con la construcción y el turismo. La ciudadanía debe ser exigente y castigar a los ayuntamientos y gobiernos autónomos proclives a dejarse querer por los especuladores.

Uno de los debates más absurdos que padece este país tan dado a ellos es el de la tasa de pernoctación turística. Como aquí la han defendido las izquierdas, se oponen las derechas, cuando es algo que se aplica en toda Europa, independientemente de la ideología de quien gobierne, como ayer informaba La Voz de Asturias. Es una verdadera tontería sostener que va a perjudicar al turismo. Nadie deja de coger un hotel porque le cobre dos, tres o cinco euros más por noche para una tasa municipal. Evidentemente, su objetivo no es limitar las visitas sino conseguir recursos para unos ayuntamientos que ven aumentados los gastos. Solo en el caso de Ámsterdam, una ciudad especialmente saturada, el importe es elevado y puede considerarse que tiene el objetivo de disuadir a los viajeros encareciendo el precio. Tiene razón el presidente Barbón en que debe ser una tasa municipal, no regional. En muchos concejos, con escaso número de turistas, no produciría nada y quizá hasta resultase más caro cobrarla, pero lo que no se entiende, salvo por la estúpida costumbre española de que si lo propone el otro hay que decir que no, es que los municipios turísticos renuncien a ella.

Estamos en agosto y han abundado los reportajes y columnas periodísticas, de nítido carácter veraniego, sobre anécdotas o incidentes causados por los viajeros. Es significativo que la mayoría son provocados por españoles, los extranjeros, salvo los británicos en determinadas zonas del Mediterráneo, suelen ser educados. Se ha cargado sobre los madrileños «fodechinchos». Es cierto que existe un síndrome capitalino, en Francia detestan a los parisinos, que en España se ve acentuado por el casticismo, muchas veces convertido en exacerbación de la general mala educación ciudadana, pero en Madrid viven cerca de siete millones personas, hay de todo, como en botica. En este país abundan los atorrantes, autóctonos y alóctonos de cada comunidad autónoma. Poco pueden decir los padres incapaces de educar a sus hijos, que sistemáticamente ensucian calles y parques en sus borracheras colectivas e impiden dormir a los vecinos. Con más gente habrá más problemas, pero la mala educación no es uno que derive del turismo.

Somos más y la mayoría vive mejor, esto último debería ser motivo de satisfacción y los problemas que genera tendrían que ser abordados con racionalidad, sin demagogia y sin corrupción, también sin elitismos, impropios de quien se considera progresista.