
La redacción de cualquier periódico regional podría recibir en este momento un mensaje anónimo advirtiendo de la existencia de un plan oculto del Gobierno asturiano para el desarrollo de un programa nuclear militar. Fruto de la necesidad de articular una defensa disuasoria creíble, evitar las maniobras del Ayuntamiento de Santo Emiliano amenazantes de los derechos de propiedad de Mieres sobre el Puerto de Pinos, asegurar que se respeta la denominación Ría del Eo (que no «de Ribadeo») y prevenir que más patrimonios pudientes caigan atrapados en las redes del traslado domiciliario al paraíso fiscal interior de Madrid, parecería una medida audaz y rompedora, que provocaría el tembleque de los enemigos acérrimos de la patria astur. Ocultos bajo las pallozas de Ibias (nuestra Dakota particular), se articularía una red de silos y túneles, construidos con el know-how acumulado en la industria minera autóctona y la asistencia técnica procedente de una UTE de expertos con trienios trabajados en los búnkeres de Enver Hoxha y en los túneles de Hamás.
La astuta maniobra de nuestro gobierno estaría avalada por actas de la Trilateral y del Club Bilderberg, tras una reunión clandestina patrocinada por el Instituto Nóos y a la que se accedía bajo la contraseña «Fidelio», ataviados con una máscara veneciana. La presentación del proyecto tendría lugar frente a la Presidencia del Gobierno en una tarde calurosa de verano. La noticia saltaría a los teletipos inmediatamente, si no fuese por la labor de contraste encomendada a la profesión periodística y a los medios de comunicación. Y si estos descuidasen la labor como a veces sucede (por falta de medios, por inercia, por las prisas o porque hasta el mejor escribano hace un borrón) o la información se propagase inopinadamente por las redes sociales, acabaría siendo materia propia del clickbait, de agregadores de noticias sensacionalistas que los grandes buscadores nos hacen tragar en su portada y de contenido viral retuiteado por Musk en su cortijo de X y comentado elogiosamente por InfoWars. Nada de esto ha sucedido, pero al final de la pendiente por la que descendemos se encuentran dislates de ese calibre y avanzamos rápido hasta ese fondo.
Estamos en un tiempo extraño en el que probablemente sea más fácil que nunca contrastar las noticias, pero a la par, prolifera la generación de contenido defectuoso o falso, abonado por la voluntad de engañar de unos y el deseo de ser engañado de otros. Hoy, aunque vamos de incrédulos, en realidad todo ese limo que deja la riada de falsedad nos influye y nos impide navegar, a falta de un dragado regular. Nos hemos habituado a tal amalgama entre la realidad y la impostura (que ocupa tanto espacio en el consumo audiovisual) que empezamos a perder la capacidad de distinguir las cosas en la bruma espesa del exceso de «información». El caldo de cultivo es ya propicio para todo tipo de desvaríos. Algunos casi anecdóticos y pasajeros, de singularidad local y que no deberían ocuparnos mucho más tiempo, como el sucedido con la supuesta corriente crítica interna en el socialismo asturiano, a la que se le otorgó credibilidad aunque en los correos ahora publicados por los medios (que afortunadamente, hacen autocrítica) no era capaz de nombrar adecuadamente ni los órganos del partido.
Otros realmente preocupantes, porque, cuando sucede un evento de alcance global y potencial desestabilizador (el intento de asesinato de Trump o los episodios clave de las guerras de Gaza y Ucrania, por poner ejemplos recientes) asistimos a un fenómeno novedoso que es la búsqueda de información por una parte no pequeña de la población, e incluso por medios mainstream, en fuentes de trinchera, cajas de resonancia de los propios prejuicios, agitadores, conspiranoicos y charlatanes. Aparentemente, localizar, contrastar y observar con espíritu crítico ha quedado fuera de la caja de herramientas del ciudadano medio. Lo que antes se quedaba en las páginas de un tabloide o en un comentario en la barra del bar, ahora es materia central en el debate, trending topic y línea discursiva oficial. Y muchos líderes políticos no compiten en poner un poco de sensatez o en ofrecer una visión más amplia aunque requiera mayor esfuerzo discursivo sino en subirse a la ola o, en el peor de los casos, emular la escuela trumpista ofreciendo «hechos alternativos» y proclamando que «la verdad no es la verdad». Nada puede ser creído y, además, poco importa ya si es verdad o mentira. Añadamos a este cóctel el efecto multiplicador del deep fake (utilizado ya con profusión en la campaña electoral americana) y el crecimiento del contenido de saldo creado por inteligencia artificial generativa. En poco tiempo tendremos que orientarnos a tientas en la oscuridad.
En una sociedad avanzada, la decantación de la práctica democrática, la pluralidad informativa y el acervo cultural, son ingredientes de una especie de inteligencia común, compartida entre ciudadanos, representantes públicos y medios de comunicación, que nos permite discernir y separar con relativa sencillez el trigo de la paja. La estridencia inútil, las proposiciones mágicas y la violencia verbal populista se apreciaban hasta hace poco a simple vista y se descartaban con facilidad. El surrealismo quedaba para los museos y para la experimentación artística, no para la escena política ni para las instituciones. Como la madurez está pasada de moda, le encontramos el gusto a infantilizarnos y hemos venido a divertirnos (y el resultado nos da igual), parecemos más interesados en observar la pista central y entretenernos en delirios sin sentido.
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