Sí, aunque parezca increíble, en la franja de Gaza hay ciudadanos preocupados por el estudio y la conservación de su patrimonio cultural más antiguo. Uno de ellos es Fadel al-Utol, un joven que decidió ser arqueólogo cuando siendo niño vio, en medio de la violencia que sufre su tierra, a investigadores franceses desenterrando con mimo tesoros de su pasado. En un vídeo publicado en el 2020 se expresó con sorprendente rotundidad sobre la razón de su vocación: «Me acuerdo cuando era joven y resistía a la ocupación israelí tirando piedras… Ahora resisto a la ocupación pacíficamente, conservando los vestigios de las civilizaciones antiguas, que son anteriores a la creación del moderno Israel».
Fadel ha trabajado recientemente en la recuperación del monasterio de San Hilarión, en Gaza, un impresionante complejo eclesiástico de los siglos IV a VII, que se considera la primera comunidad monástica en Tierra Santa. Dado el riesgo al que se enfrenta este lugar histórico excepcional, debido a la guerra, la Unesco ha recurrido al procedimiento de inscripción de emergencia en la Lista del Patrimonio Mundial en peligro en Palestina. Así se acordó el pasado 26 de julio en Nueva Deli. De esta manera, los 195 estados miembros, incluido Israel, se comprometen a no tomar ninguna medida deliberada que pueda causar daño a este sitio histórico y a colaborar en su protección.
La inscripción en esta lista de la Unesco da derecho a arbitrar mecanismos de asistencia internacional con el fin de garantizar la protección del bien cultural y, si fuera preciso, ayudar a su rehabilitación. Sorprende la celeridad con la que ha actuado la Unesco en este caso, si lo comparamos con la indolencia de la comunidad internacional ante los casi 40.000 gazatíes, muchos de ellos menores, que han muerto desde el pasado mes de octubre.
Proteger el patrimonio arqueológico, sobre todo en las zonas en conflicto, es mucho más que un simple asunto cultural. Es un acto inseparable de la defensa de la vida humana. Cultura y humanidad son indisociables. De la misma manera que lo son incultura e inhumanidad. Evidentemente, no hay mayor patrimonio que el de la vida humana, sobre todo si hablamos de niños y niñas inocentes. El drama humanitario que asola Gaza, de lado a lado, es inaceptable. Es una vergüenza mundial. Y en lugar de alzar nuestra voz ante semejante barbarie, callamos o miramos hacia otro lado. Estamos inmunizados ante el sufrimiento ajeno. Ahora, más que nunca, deberíamos recordar la bella letra de una vieja canción cantada por Mercedes Sosa y Ana Belén: «Solo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente, que la reseca muerte no me encuentre vacío y solo sin haber hecho lo suficiente… Solo le pido a Dios que la guerra no me sea indiferente. Es un monstruo grande y pisa fuerte toda la inocencia de la gente… Desahuciado está el que tiene que marchar a vivir una cultura diferente…».
Tenemos la obligación moral de volver a humanizar a la humanidad con una sobredosis de valores universales, al margen de ideologías y de fronteras. Para poder alcanzar este reto, la educación es fundamental, en particular en Humanidades (que es el plural de humanidad).
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