Como sucede en el amor, la política líquida puede considerarse una herencia de la posmodernidad finisecular. Siempre hubo repúblicos caracterizados por su pragmatismo, incluso por un tacticismo que desdibujaba su posición ideológica, pero cuando la fugacidad de los compromisos se convierte no solo en sistemática sino en tan extrema que se desvanecen en un instante, nos encontramos ante una nueva forma de concebir la actividad pública. La política líquida se ve auxiliada por la exuberancia comunicativa, más que informativa, que abruma, dificulta distinguir lo importante de lo secundario y lo cierto de lo falso y, finalmente, favorece el olvido.
Pedro Sánchez no solo ha demostrado en la década que lleva en la primera línea de la política una gran capacidad para cambiar de amores y desechar convicciones, sino que, a pesar de su pertenencia a un partido añejo y tradicional, de los que debatían sesudas estrategias en los congresos y tenían programas máximos y mínimos para llevarlas a cabo, ha invertido el método clásico y primero actúa y después teoriza sobre lo hecho. Quiero decir que el PSOE anterior a la posmodernidad habría debatido internamente sobre la amnistía como forma de abrir el camino a la reconciliación y restablecer la convivencia en y con Cataluña, la habría incluido en su programa y defendido públicamente y, por último, presentaría la proposición de ley en las Cortes. Evidentemente, eso son cosas del pasado, lo acabamos de ver con el renacimiento del federalismo, que convierte en elaborada estrategia lo que cualquiera diría que es una decisión táctica.
La amnistía irritó a buena parte de la sociedad española, que consideraba que los acontecimientos de octubre de 2017 no debían quedar impunes, pero es asumible por el electorado de izquierda, que atribuyó a la intransigencia del PP y los errores de Rajoy una parte de la responsabilidad en lo sucedido, siempre ve con recelo el recurso a la represión y es más proclive a la búsqueda de soluciones pactadas con los nacionalistas. Es cierto que también en ese ámbito causó disgusto la sensación de engaño y que siempre fue contemplado con desconfianza el pacto con Junts, pero el temor a un gobierno de coalición entre PP y Vox atemperó el malestar. La financiación de las comunidades autónomas tiene otras características.
Servicios tan importantes y sensibles como la sanidad y la educación son gestionados por las comunidades autónomas, además de parte de las infraestructuras. Todas se quejan de falta de recursos y no hay ninguna en la que no exista mayor o menor descontento por los servicios sanitarios, ya sea por las carencias en la atención primaria o por las listas de espera para acceder a especialistas, a pruebas y a intervenciones quirúrgicas. Los recursos son los que son y es justificada la sospecha de que si mejora la financiación de una sola comunidad será en perjuicio de las demás o del Estado, que, al fin y al cabo, gasta en invierte en todas y sus funciones tampoco son despreciables. Un sistema inspirado en los conciertos vasco y navarro para todo el país, que supondría que cada comunidad dispondría de lo que recauda y pactaría con el estado la entrega de un cupo compensatorio, solo podría ser aceptable si no hubiese diferencias significativas de renta entre ellas. Si se hiciese ahora, como propuso un sindicalista asturiano, beneficiaría a las más ricas, la primera Madrid, y perjudicaría a la mayoría, incluida Asturias.
El problema fundamental no es la forma de recaudación, sino el destino de lo recaudado, la solidaridad entre desiguales. Podría haber haciendas regionales que cobrasen los impuestos, como ya sucede para algunos tributos y con las locales o las provinciales, aunque probablemente se incrementaría el gasto en funcionarios, ya que tendrían que seguir existiendo impuestos federales, como sucede en Estados Unidos, pero lo decisivo es cómo se reparten los ingresos. Es un asunto complejo en el que es necesario tener en cuenta la población, su dispersión y su edad media, sobre todo el porcentaje de personas por encima de 65 años, que necesitan más gasto sanitario, y el de las que están en edad escolar. Como afecta a todos, resulta difícil de aceptar que se negocie solo con una comunidad.
Que se quiera avanzar en la federalización puede ser positivo, pero debe hacerse con un proyecto serio para el conjunto de España. Hoy, no solo no existe ese proyecto, sino que ni siquiera se conoce el pacto con ERC. De nuevo, se negocia en secreto para lograr una investidura, en este caso la de Salvador Illa en Cataluña. Una vez más, se hace lo que se dijo que nunca se haría y se justifica a posteriori con grandes palabras, que deberían haber sido utilizadas y, sobre todo, explicadas en el programa electoral.
He escrito en más de una ocasión que creo que la amnistía es positiva, incluso que era inevitable, lo que no impide mi disgusto por cómo se ha hecho y por el motivo real que condujo a promoverla. También me parece provechosa la federalización del Estado y considero imprescindible la mejora del sistema de financiación de las comunidades autónomas, pero no se puede hacer así.
Pedro Sánchez, no solo practica una política líquida, actúa como un funambulista cuyo único objetivo es no caerse del alambre. Es compresible el deseo de mantener el gobierno de coalición para evitar una involución derechista, que la falta de coherencia y de moderación de Núñez Feijoo y la paralela radicalización de Vox convierten en especialmente temible, pero ningún gobierno es eterno y el riesgo más serio reside en que esta forma de hacer política destroce a las izquierdas y, aunque pueda retrasar algo su llegada al poder, fortalezca a las derechas.
Suena a broma que se hable de «bloque de la investidura». Si algún día lo fue, su carácter líquido ha conducido a que se derritiese con los primeros calores. En realidad, desde que se aprobó en las Cortes la ley de amnistía. También es una frivolidad que se afirme que hay una mayoría «progresista» en el Congreso. Junts es nacionalista catalán y el PP nacionalista español, pero si el segundo es xenófobo y reaccionario por obstaculizar el reparto de menores inmigrantes entre las comunidades autónomas, no menos lo es el primero. Hubo una mayoría de circunstancias contra el PP y Vox en la investidura, que ya no existe y que incluía a un partido de derechas, Junts, y a otro centrista, PNV. Que un acuerdo transversal puede permitir que se desarrollen políticas progresistas, incluso de izquierdas, es cierto, pero eso es lo que fue y ya no es porque no había pacto alguno de gobierno detrás. Sirvió para la investidura y nada más. Con un gobierno sin mayoría parlamentaria ¿merece la pena arriesgar con políticas controvertidas? Sobre todo ¿merece la pena continuar improvisando y dando bandazos para mantenerse en el poder?
No se pueden ganar las elecciones solo con la amenaza de que viene el lobo. Es cierto que el gobierno tiene en su haber la buena marcha de la economía, la política exterior y las medidas sociales, pero hay una sensación de parálisis legislativa y sacar adelante los presupuestos parece algo imposible. Si es necesario adelantar las elecciones, este pacto con ERC va a hacer mucho daño al PSOE porque o se cumplen las expectativas de los independentistas catalanes o se logra un acuerdo equilibrado que no va a gustarles. O pierde en Cataluña o en el resto de España y lo más probable es que sea en todas partes. Sumar está en horas bajas por su falta de cohesión interna y el cuestionamiento del liderazgo de Yolanda Díaz. Podemos se ancla en el sectarismo, como se acaba de ver con su reacción ante el fraude electoral en Venezuela. No hay buenas perspectivas para las izquierdas, para ninguna, salvo algunas fuerzas nacionalistas, y cabe la duda de si conviene seguir jugándose todo en el alambre, la caída puede ser terrible.
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