Biden-Laden

OPINIÓN

El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, en un acto en Las Vegas, en el estado de Nevada.
El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, en un acto en Las Vegas, en el estado de Nevada. Tom Brenner | REUTERS

27 jul 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

El adiós de Biden merece al menos dos comentarios. Por un lado hay  que reconocer que, siendo desgraciadamente su salud física y mental lamentable, desde el punto de vista humano la obligación moral debe ser desearle que estos últimos años de su vida los pase de la manera menos mortificante posible. Pero desde el punto de vista político su actitud no merece otro calificativo que la de irresponsable por esa obstinación tan soberbia de haberse negado a dimitir a toda costa, originando la estrambótica y vergonzosa situación de forzar a su partido a poco menos que expulsarlo a la calle. Es evidente que, si por él fuera, continuaría manejando indefinidamente el timón de esta nave estadounidense que es el presente y el futuro de la humanidad, convencido, tal vez, de que los logros durante su mandato son tan notorios como para sentirse respaldado por la mayoría, cuando en realidad, por poner un par de ejemplos, sus fracasos en política exterior y emigración no han sido precisamente pocos. Ni ha atinado con Irán ni con Ucrania ni con la crisis palestina, sin olvidar el nada épico abandono de Afganistán

Dichoso sillón del poder que a todos los gobernantes, de aquí y de allá, atrae con igual fuerza fatal hasta tentarlos a tomar cualquier iniciativa con tal de permanecer acomodados sobre él. Ese descarado apego justifica, en cierta medida, que el poder, tanto el administrado directamente como el dirigido desde la sombra, sea odiado por los gobernados y que se comprenda que de cuando en cuando surja un loco justiciero deseoso de vengarse a través de un atentado inolvidable capaz de remover la historia. Si Biden y sus antecesores representan el símbolo del poder desmesurado, Bin Laden fue y sigue siendo el máximo exponente de ese odio al despotismo, como demuestra el hecho de que desde su ataque a las Torres Gemelas haya aparecido una legión de terroristas firmemente dispuestos a recibir su testigo por la sagrada causa contra el infiel occidente. Porque occidente es siempre el culpable, su actitud depredadora ante la humanidad desfavorecida es anti natura, y lo más inexplicable es que, hasta pensando con egoísmo, no seamos capaces de reconocer que con otra actitud menos salvaje la paz que necesitamos y de la que carecemos podría ser posible. Es gran un error que quienes tenemos la suerte de haber nacido en tierras prósperas nos neguemos a compartir sus frutos con los que sin demérito alguno se ven hundidos en el pozo del mundo a la espera de nuestra magnanimidad.  Aparentemente es lo mejor que podemos hacer por nosotros mismos, el premio se llama rentabilidad y de apellido injusticia, pero obrar con codicia infinita es un pecado demasiado grande como para impedirnos afirmar que pertenecemos a una civilización envidiablemente feliz. De momento la felicidad no está en venta, y no creo que ni republicanos ni demócratas nos la vayan a regalar, si acaso nos la alquilarán en cómodos plazos hasta la próxima revisión de precios.