Hace unos días, Ana Margarita Vijil, de visita en España, contaba las circunstancias de su encarcelamiento en Nicaragua. Vijil es una destacada jurista, que, en virtud de su militancia en el Movimiento Renovador Sandinista (escisión del Frente Sandinista de Liberación Nacional) y en la Unión Democrática Renovadora, y a causa de su defensa de los derechos civiles en su país, se vio perseguida, detenida y presa en la oleada represora (que no parece tener fin) iniciada en abril de 2018 por el Gobierno del siniestro tándem Ortega-Murillo. Vijil fue detenida en junio de 2021, condenada a 10 años de prisión, expulsada de su propio país en febrero de 2023 y privada de la nacionalidad nicaragüense, que es una de las formas utilizadas por el régimen para tratar de desprenderse de todos aquellos que osen cuestionar al todopoderoso matrimonio presidencial. Vijil narraba las penosas condiciones de encarcelamiento en el penal de El Chipote (Managua), donde, además de las técnicas de privación del sueño y aislamiento radical del resto de personas internas (y, por descontado, de sus familiares), se les impedía cualquier clase de lectura, salvo la de las etiquetas de los yogures, que Vijil acabó memorizando. Todo ello dirigido a quebrar la voluntad, conciencia y fortaleza mental de los presos. Vijil pudo resistir el envite y, como en otros casos de líderes sociales, políticos y activistas de los derechos humanos en Nicaragua, la presión de la sociedad civil internacional abrió la puerta a la expulsión a terceros países que se han ofrecido para acogerlos; en su caso, Estados Unidos, pero casi un centenar de ellos han recalado en España, que les ha otorgado la nacionalidad por carta de naturaleza, previniendo la apatridia. Para ella ha concluido la pesadilla del encarcelamiento, aunque no la de ver a su país sumirse en un abismo totalitario, donde cualquier expresión de disidencia se castiga con la cárcel, la persecución y la violencia estatal en sus múltiples formas.
Mientras Pogacar transitaba por las carreteras de Francia rumbo a su tercera victoria en el Tour, enfundado en una camiseta del equipo ciclista de Emiratos Árabes Unidos (EAU) y haciendo el juego a la exitosa estrategia de sportswashing del rico país del Golfo, el 10 de julio se dictaban severas penas de cárcel para 53 personas en un proceso colectivo frente a opositores, considerados terroristas por aquel país. 26 de los procesados han sido considerados presos de conciencia por Amnistía Internacional. Entre ellos se encuentra Ahmed Mansoor, sentenciado por segunda vez por los mismos hechos (ya estaba en prisión por una condena de diez años), esta vez a cadena perpetua, y cuyo principal crimen ha consistido en su actividad en blogs y redes sociales con mensajes críticos con el sistema político y la asfixia a las libertades en su país. Mansoor es el preso de conciencia más conocido de EAU, fue víctima del seguimiento mediante software espía Pegasus proporcionado por la empresa israelí NSO Group al país emiratí, y también ha sido objeto de condiciones carcelarias infames, incluyendo aislamiento y privación de artículos básicos de higiene e, igualmente, se le ha negado el acceso a la lectura.
A la par que España y Portugal colaboraban con Marruecos en la consecución de otro evento deportivo (la Copa del Mundo de fútbol 2030) que en buena medida se utilizará para lavar la cara de la monarquía autoritaria de la dinastía alauí, en 2023 la persecución de periodistas y dirigentes políticos díscolos con el poder ha continuado en nuestro vecino del Sur. Lejos de cualquier camino de modernización democrática, en los últimos años se ha producido una degradación represiva, que, a la persecución al movimiento rifeño del Hirak y al sojuzgamiento de la población autóctona en el territorio ocupado del Sahara Occidental, ha sumado un cruel ensañamiento frente a personalidades independientes de los medios de comunicación o de la sociedad civil. Marruecos aplica una estrategia del más descarnado lawfare orquestando procesos judiciales carentes de garantías que han deparado condenas de prisión para Rida Bedomane, escritor y miembro de la Asociación Marroquí por la Defensa de los Derechos Humanos (liberado en marzo de 2024, tras dieciocho meses y merced a la presión de organizaciones internacionales); Mohamed Ziane, de 81 años, abogado de derechos humanos y personalidad académica; y los periodistas Taoufik Bouachrine, Omar Radi y Soulaiman Raissouni. Las condiciones carcelarias de todos ellos en 2023 incluyeron igualmente restricciones a las comunicaciones escritas y a la lectura. Como señala la familia de Mohamed Ziane, «para matar a un intelectual, lo aíslas para que no pueda comunicarse nadie», y es lo que Marruecos hace, sin que nuestro Gobierno, tristemente en este caso, se atreva a formular ni una pregunta incómoda.
El 18 de julio es una fecha de macabras resonancias en nuestro país, pero para el conjunto del mundo es el Día de Nelson Mandela, en el que se recuerda la lucha por la libertad del dirigente sudafricano y su brillante personalidad. Precisamente a las «Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos», aprobadas por la Asamblea General de Naciones Unidas en 2015 (sin que Nicaragua, EAU o Marruecos se opusiesen) se les denomina, en homenaje a la defensa de la dignidad de los presos, «Reglas Nelson Mandela», pues él pasó más de 26 años encarcelado, muchos de ellos en duras condiciones. Estas Reglas incluyen, entre otras previsiones, el derecho de los presos a la lectura, a acceder a libros y periódicos, a poder instruirse y a escribir. Precisamente porque, en la soledad de la prisión, la tabla de salvación de la lectura y la escritura es una forma de resistencia providencial, particularmente para el preso de conciencia que paga con la cárcel el atrevimiento de haber ejercido su libertad mediante el uso de la palabra. La misma libertad y fuerza moral que los autócratas no soportan y buscan sofocar a toda costa.
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