Pues sí, vinieron a casa a recoger las tres maletas con destino a un pueblo asturiano y lo hizo el hombre sonriente, de mediana edad y mediana estatura que lo viene haciendo desde hace al menos cinco años. Me admira, y así se lo confesé, que ni el trajín de recogerlas, ni la mala educación de algunos clientes, ni los pitidos que protestan la situación en doble fila de su enorme furgoneta, no solo no le agríen el carácter, como sería previsible y justificable, sino que exhale optimismo a granel, transmitiendo involuntariamente que su incómodo trabajo es todo un privilegio. Hay gente que sin proponérselo, con solo abrir una sonrisa y saludar, dejan tras de si una aromática estela de humanidad; cuánto mejores no serían nuestras percepciones si al salir a la calle uno se topara cada mañana con tan buena gente como este simpático amigo anónimo que una o dos veces al año cae desde el cielo por mi casa como un angelote barroco repartiendo bendiciones. A lo mejor este diciembre lo hace un poco antes de Navidades para recordarnos que la luz no necesita pilas que la alimenten, solo basta que durante unos segundos anule las oscuridades y pesadumbres que uno acumula a lo largo del año.
El atentado sufrido por un ejemplar nada angelical como Trump no me ha conmovido humanamente, lo que si me ha conmocionado es constatar, una vez más, de qué poco depende que se produzca una convulsión mundial de consecuencias impredecibles: solo ha hecho falta que el padre de un joven desquiciado haya decidido comprarse un rifle AR-15 en cualquier tienda especializada en artículos de muerte y que tiempo después el joven se haya subido a un tejado para que en cuestión de pocos segundos el presente y el futuro de la humanidad se expongan a la catástrofe. Por delante de cualquier otra consideración, hay que agradecer vivamente a los eficaces servicios secretos del país con mayor presupuesto de seguridad nacional, que no hayan visto lo que sí vieron las cinco o seis incrédulas personas ante esa actitud del joven encaramado en un tejado cercano que solo podía presagiar lo que en efecto ocurrió. Asombroso este escandaloso descuido, como lo es y mucho más, que la violencia se haya institucionalizado en aquellas tierras hasta el punto de ser indirectamente comprendida por la justicia, cuyas sentencias en este aspecto suelen desorientar a los ciudadanos pacíficos. El mercadeo de armas, cada vez con mayor capacidad destructiva, es el reflejo de una sociedad paranoica que encuentra enemigo incluso en el adversario político y asume con cierta naturalidad que el tiroteo de masas sea una práctica habitual. Si aceptan, incluso, que la violencia política reporta ciertos beneficios electorales porque propicia la estrecha unión de los partidarios de un candidato determinado, de momento resulta una fantasía esperar que en breve plazo los estadounidenses cambien de opinión y entierren las armas.
Es muy duro reconocer la contingencia humana porque la fragilidad es destructiva como la carcoma, pero hace cuatro años, en contra de lo que podían imaginar los previsores del porvenir, a un bicho salido de no sé dónde le dio por ponernos de rodillas y vaya que si lo consiguió, hasta el punto de que en estos prolegómenos de las vacaciones, tanto tiempo transcurrido y tantas vacunas administradas desde aquel funesto marzo de 2020, no sabemos con certeza si lo que nos espera son unos días de descanso o de cama en casa o en un hospital. Caprichos variados de la naturaleza amiga o de los laboratorios enemigos, y caprichos de psicópatas armados dispuestos a un magnicidio, tal vez por un simple afán de notoriedad, como ya ocurrió varias veces. Qué poca cosa somos los que solo somos espectadores de nuestras vidas.
Según termino estas líneas, pienso que tenía que haberle preguntado a quien vino a por las maletas si opina como yo en esta cuestión de incertidumbres y fragilidades.
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