El argumento político estrella de la derecha, desde que tengo uso de razón, es la inseguridad ciudadana. Con la llegada de los nuevos partidos posfascistas, ha pasado a ser prácticamente el único que esgrimen tanto supuestos conservadores como ultras. Los presuntos okupas, las agresiones y robos, la violencia pandillera y su exacerbación en los medios, los inmigrantes que no tienen dónde caerse muertos pero que el líder de la oposición asegura que el Gobierno reparte por las ciudades de noche para que nadie se entere de que lo ha hecho, todo esto intenta dibujar un país que no existe, un lugar donde la ley es incapaz de imponerse y donde salir a comprar el pan supone una práctica de riesgo que tiene altas probabilidades de acabar en tragedia. A la derecha, en general, la inseguridad ciudadana le importa muy poco, porque cuando hablan de ello en realidad están vendiendo un discurso del miedo, y para vender y hacer valer ese discurso no hace falta análisis de la realidad alguno porque el miedo, así, en abstracto, es irracional.
Un mantra se repite entre supuestos artistas venidos a menos, subseres de las redes sociales y presentadores de televisión bajitos: antes había más libertad. De esta mentira deriva buena parte del discurso del miedo. No solo había más libertad, es que había más seguridad, algo imprescindible para ejercer esa libertad idílica. El fascismo necesita de la nostalgia para tener éxito, y se puede sentir nostalgia por la noche de Reyes de 1985 aunque tus padres te regalaran carbón y se puede sentir nostalgia por cosas que no existieron. Hay mucha gente intentando convencernos de que en los años ochenta podías dejar la puerta de casa abierta por la noche sin que te pasara nada. Esa nostálgica estupidez no se sostiene, evidentemente, pero se incide una y otra vez en ello y se señala al inmigrante y a unas supuestas leyes flojitas como culpables de que no podamos seguir dejando la puerta abierta. Lo cierto es que en el único lugar donde recuerdo que podíamos dejar la puerta abierta era en el pueblo de mi madre, perdido de la mano de Dios en las Tierras Altas de Soria, pero no recuerdo que en ninguna ciudad la gente se dejara la puerta abierta ni en los ochenta ni en ninguna otra década posterior al primer Concilio de Nicea. Es una de tantas chorradas que invaden el imaginario colectivo como una leyenda urbana, expandiéndose sin remedio incluso entre personas muy jóvenes que terminan añorando una época que desconocen por completo. Todo esto lleva a delirios extremos, claro. En las mentes menos cimentadas es fácil caer por una pendiente resbaladiza y acabar creyendo en el Plan Kalergi o en que una élite satánica pederasta domina el mundo desde las sombras. No hay lugar donde esconderse porque allá donde vayamos hay cosas que no podemos controlar. Y así, es fácil acabar votando a un mesías. O a un cretino, como en las últimas elecciones europeas.
Lo cierto es que España es un país seguro. De hecho, es uno de los países más seguros del mundo. Esto no es una conjetura mía, es una realidad constatable. Por supuesto, eso no quiere decir que no podamos mejorar lo que tenemos, pero desde luego, no podremos hacerlo partiendo de un diagnóstico basado en mentiras. Porque no les quepa ninguna duda, es mentira que en los ochenta se viviera mejor y que hubiera más seguridad en las calles. Los ochenta, en muchos aspectos, fueron tiempos terribles, violentos y tenebrosos. Teníamos a ETA, la heroína y a Nacho Cano haciendo canciones.
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