Si acordamos que la base de la democracia se asienta en que los poderes del Estado son propiedad de la ciudadanía y que ésta elige a los representantes que van a gestionarlos, a través de unas elecciones libres y universales, entonces podemos afirmar que, en Occidente, las democracias existentes son limitadas.
Como es sabido el poder del Estado está dividido en tres poderes: legislativo, que hace las leyes, ejecutivo, que las incorpora a la sociedad, y el judicial que vela porque se cumplan correctamente. Por eso, es lógico pensar que, llevado a término, la ciudadanía debería elegir los representantes en cada uno de los poderes indicados para evitar hacer dejación de funciones.
En algunos países occidentales la sociedad elige representantes de los poderes legislativo y ejecutivo, a través de elecciones legislativas y presidenciales. En otros países, como España, solamente elige a sus representantes legislativos y deja que ellos controlen los otros poderes nombrando al ejecutivo (presidente) y al judicial (CGPJ).
España es de los pocos países occidentales que no elige a su presidente nacional, ni autonómico, ni tan siquiera a su presidente municipal. De esta forma observamos el lío monumental que se forma cada vez que el legislativo debe realizar esas elecciones tan trascendentes. Los partidos políticos diseñan estrategias patológicas para conseguir esos poderes que no les corresponden y que la ciudadanía debería elegir.
Las democracias occidentales fueron, hasta bien entrado el siglo XX, democracias restringidas. El cuerpo electoral se limitaba con distintos argumentos. Los analfabetos, los proletarios, las personas de color, las mujeres y un sinfín de grupos fueron señalados como incapaces para votar. Solo hay que recordar que en España no llegó el sufragio universal hasta 1931. En fechas semejantes lo alcanzaron el resto de los países occidentales.
Hoy día, solamente se ponen problemas de votación electoral al estamento del poder judicial. Y por esa limitación, existen tantos atropellos para elegirlos. Algunos son elegidos por el presidente del ejecutivo como EE. UU. donde elige a los miembros del Tribunal Supremo y, además, a perpetuidad. Otros como en España el legislativo nombra al CGPJ que es el responsable de los nombramientos de los altos puestos de la judicatura. Para solucionar el tema se llega a incurrir en la afirmación que la cúpula de los jueces sea elegida por los propios jueces, obviando que el propietario de ese poder es la ciudadanía.
Creo que siguiendo el espíritu y el sentido de la democracia, debería ser la ciudadanía quien eligiera esa cúpula. Las agrupaciones de jueces ya son suficientemente significativas del sentido de su ideología y, de la misma forma que se agrupan en partidos políticos los posibles representantes del legislativo, las elecciones del poder judicial se realizarían con las listas presentadas por las distintas agrupaciones de jueces y aquellas otras que se pudieran crear. También, de igual forma, deberían acompañarse de un programa electoral sobre lo que harían dentro de ese poder para mejorarlo y actualizarlo. Habría que superar esa limitación y ponerse manos a la obra para diseñar el sistema electoral más adecuado.
La política debe entrar en el poder judicial de manos de los jueces, como responsabilidad y aval de evitar que los políticos de otros ámbitos, legislativo o ejecutivo, quieran controlar el poder judicial. Cada poder debe ser autónomo, dirigido por personas cualificadas, nombradas por la ciudadanía.
La clase política está claramente desautorizada por la ciudadanía, sencillamente porque forman grupos unitarios que colonizan el resto de los poderes del estado. La única forma de restaurar el sentido común y la eficacia de la acción en la política es seguir a pie de la letra las exigencias de la democracia basada en la división de los poderes, que deben colaborar entre ellos, pero siempre en un plano de igualdad.
Comentarios