Si el turismo representa el 13% del PIB nacional, no cabe duda de que significa mucho para la economía y como tal debe mimarse, adoptando medidas que lo fomenten para contrarrestar la creciente competencia de otras zonas mediterráneas. Nos guste o no, nuestro país reúne las condiciones que lo convierten en lugar ideal para las vacaciones, o sea, en un parque temático al alcance del frenético consumismo. Pero no toda la aportación del turismo es positiva, sobre todo en los núcleos poblacionales donde su impacto es considerable hay que encontrar el modo de preservar su identidad defendiéndola de los excesos, pues no deja de ser un exceso la ocupación masiva de calles y plazas por parte de riadas interminables de turistas, que en su desaforada curiosidad, no siempre civilizada, contaminan la atmósfera retenida por el tiempo en enclaves históricos o simplemente castizos donde los ciudadanos quieren seguir viendo reflejada su identidad.
Desde que hace ya bastantes años se descubrió la magnífica rentabilidad que supone la explotación de los pisos turísticos, su crecimiento ha sido exponencial, sin que normativa o regulación alguna sepa (o se atreva a) ponerle límites al conflicto que su existencia supone en muchas situaciones. El problema, además de infectarse temporalmente en exclusivas zonas costeras, se ha gangrenado en ciudades como Madrid, Barcelona y Málaga, provocando fenómenos tan indeseables como la gentrificación progresiva de sus cascos históricos. Es en mayor medida en ellos donde la proliferación de pisos turísticos, que cual devoradora carcoma en algunos casos alcanza el 80 y hasta el 90% del total de viviendas del edificio, ocasiona graves problemas de convivencia entre inquilinos y vecinos. Los unos llegan desde su lejano lugar de residencia a divertirse sin límites y los otros solo pretenden llevar la vida normal y pacífica que disfrutaban antes de que cualquiera de las grandes plataformas despreciara sus derechos, amparadas en la confusa y contradictoria legislación que los regula. De modo que indefensos, avasallados, los vecinos se resisten a la resignación de soportar indefinidamente el uso irrespetuoso y desbocado que los inquilinos hacen de los pisos alquilados. Cánticos, gritos, muebles que se arrastran, vómitos, peleas, llamadas equivocadas a telefonillos, grosería. El alcohol los mantiene en pie hasta altas horas y cuando los habitantes del edificio intentan descansar para ir a trabajar al día siguiente, ellos aún se están tomando la penúltima copa. La incompatibilidad es en algunos casos manifiesta y de poco sirve que los desesperados sufridores llamen a la policía para que acabe con la juerga, porque o no acudirá debido a su exceso de trabajo nocturno o si lo hace argumentará que toda la documentación de las plataformas está en regla, como probablemente ocurra. Por otra parte, las sanciones municipales son una ridícula anécdota y quienes lo saben se valen para abusar todavía un poco más.
La vivienda, como se recoge en cualquier constitución de occidente, es un derecho fundamental y por tanto una aspiración irrenunciable. Pero también sabemos que el papel unos lo doblan en treinta pedazos y otros lo ignoran e incluso lo tiran a la basura si el negocio lo justifica. El extraordinario encarecimiento de la vivienda en la última temporada está impidiendo que muchos españoles alcancen ese derecho y se vean obligados a renunciar a la emancipación o a convivir con quienes nunca lo hubieran imaginado (con tal de sumar entre todas las modestas nóminas el precio exigido por el casero), o a transigir individualmente con el atraco disfrutando de una buhardilla o un semisótano infecto.
Para mayor complicación, las plataformas de alquiler aprietan todavía más el nudo con su abrupta irrupción en el mercado inmobiliario. La disminución de la oferta y el aumento de la demanda siempre han sido factores desequilibradores de toda transacción económica. Ahora, la tensión alcanzada exige tomar medidas en el asunto, que de forma coordinada deben adoptarse tanto a nivel nacional como autonómico o local. En este caso y en casi todos, de forma proverbial los españoles siempre llegamos tarde a la hora de adoptar decisiones, necesitamos que el nivel del agua siga creciendo para ponernos a salvo.
El reciente anuncio del alcalde de Barcelona de ponerle un freno radical a los pisos turísticos en el plazo de cinco años debe ser saludado con esperanza. No puede ser que la rentabilidad de una minoría cercene los derechos de una mayoría. Si traficar con un bien tan imprescindible como es la vivienda resulta una práctica imperdonable, tendrá que ser la ley la que ponga coto al abuso de los desaprensivos.
Y tampoco podrá ser que si esa estrategia municipal triunfa, vaya a ser imitada indiscriminadamente en todo el país: habrá zonas del interior o depauperadas donde la regulación deberá redactarse considerando sus particulares circunstancias para equilibrar el beneficio económico de sus habitantes con el respeto a su idiosincrasia. La palabra sostenibilidad, mencionada últimamente como una muletilla imprescindible, debería presidir con el máximo rigor la planificación que nuestros urbanistas y políticos pretendan para el futuro de las ciudades.
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