El alcalde popular de Bailén considera que los niños tienen que aguantar el calor en las aulas, que en Andalucía puede llegar a ser torturador. El que no resista sin aire acondicionado, niño o profesor, es indigno de «estar», a la manera en la que los espartanos definían ese «estar» como el conjunto donde los débiles no tenían cabida: eran despeñados. Curioso: la ciudad jienense no está lejos de Despeñaperros. Pero en el PP de Boadilla del Monte, rastrero servidor de la inquilina de la Puerta del Sol, han hecho otra división entre los niños, no entre aptos y no aptos física y mentalmente, sino entre niños con caudal y sin caudal, que, en realidad, es lo mismo; o sea, una Esparta contemporánea. En cada cauce hay eficientes y deficientes, y el corte se establece en función de si por el cauce baja caudal o está seco, sin caudal, sin el Money, money de Pink Floyd, resultando de ello que han instalado el aire mitigador en un colegio concertado de esta población, una de las reservas espirituales de Occidente, mientras que al colegio público lo han «despeñado»: 23 grados en el primero, 32 en el segundo; 23 grados para los niños acaudalados, 32 para los no acaudalados. Como debe ser y como debería tomar nota Bailén.
No suelen darse muchos suicidios entre los infantes y los adolescentes por estas insoportables temperaturas, pero la tensión empieza su acción y el espíritu de vida inicia la primera fase desfasada que, con el tiempo, desfallecerá en tantos y tantos sujetos que no han nacido con el caudal suficiente o no lo han sabido, o querido, acumular por medios depravados. La meritocracia, restando la excepcionalidad, forma parte del argumentario de los acaudalados en su defensa de sus diminutos «crímenes contra la Humanidad», que, de tan diminutos, son inapreciables, sobreseídos, inexistentes. De producirse un conato de indocilidad, caerá sobre el atrevido todo el peso de la ley. Como debe ser y como debería tomar nota la banda de los sociocomunistas.
El suicidio, en el contexto que estamos abriendo, es una salida valiente para el adulto que, desde niño, desde la escuela, ve cómo crece la montaña de desagravios y terrores que se van sucediendo, muchas veces sin tiempos muertos para tomar aire y oxigenar un cuerpo que ya no quiere soportar más el castigo de los macarras acaudalados guardianes del espíritu nacional y de todas las gilipolleces que encierra. Es entonces cuando el suicidio se convierte en una proeza suprema, un alarido final contra el perenne tormento. La vida invadida por la perversión de los dominantes ha de ser arrancada por uno mismo de esas manos homicidas.
Porque, además, nada anuncia que la situación vaya a ir a mejor. Bien al contrario, todo apunta a un empeoramiento. Ahí tenemos a Ayuso premiando a Milei, porque una fascista se relame de gusto premiando a un fascista, porque una odiadora de la cosa pública bendice a quien porta la motosierra del Estado de bienestar. Ahí tenemos a Aznar acusando al Gobierno de destruir el orden constitucional, de ser una coalición satánica contra la que hay que enfrentarse con los medios que sea (¿llamamiento a que los tanques salgan de El Goloso?). Ahí tenemos a Vox rompiendo fotografías de asesinados por Franco. Entonces, cómo no querer «alejarse» de este regreso al mal, donde, o te apuntas a la adoración de especímenes como Ayuso, quien le otorgó el pasado viernes, en un acto de una repugnancia infinita e inconcebible hace tan solo unos pocos años, al nuevo Hitler (Milei) una medalla en cuyo reverso se oculta la cruz gamada, o te desapuntas (te quitas de en medio) de estas bestias devoradoras de los vencidos desde el nacimiento o a lo largo de una existencia arruinada en la que los neodarwinistas sociales ven la selección natural de los más fuertes, una impostura que aterrorizaría al propio Darwin y aterroriza a toda persona decente.
Es la querencia de la muerte frente a la miseria que se nos impone, miseria material, pero también intelectual: el Capital y el Fascismo no nos dejan leer lo que hay que leer (todo lo que nos mueve a la reflexión, a la duda, a la ciencia, a la «razón pura» en definitiva); nos dejan leer lo que no hay que leer (la podredumbre de las redes a-sociales); no nos dejan pensar lo que hay que pensar (en el otro, en el bien, en la virtud más común); nos dejan pensar lo que no hay que pensar (el deseo de acabar con el otro, de desaparecerlo, como fue notorio en Argentina, salvo para Milei y los suyos, los de dentro y los de fuera, como Ayuso y Abascal, que hacernos desaparecer es, a fin de cuentas, el objetivo último de la impúdica y tenebrosa extrema derecha urbi et orbe).
Porque, también, cómo soportar que el Tribunal Supremo hay rechazado toda responsabilidad de Ayuso en la muerte de 7.291 ancianos en las residencias de Madrid porque «no disponemos de datos precisos». ¡Por Dios, si hay indicios a montones! Antes, una fiscal se atrevió a escribir que la actuación sanitaria en las residencias-mazmorra, en el 2020, había sido la adecuada. ¡Por Dios, si los propios inspectores de la Comunidad de Madrid desvelaron hace poco que no se les permitió entrar en ellas en los meses más duros de la pandemia! Parece que la presidenta, que tiene cogido de los cojones a Feijóo con una mano y con la otra blande un cuchillo de carnicera para dar el tajo cuando corresponda, es, como el rey, inimputable. Así que, cómo no acabar con el orden criminal que está sacudiendo al Mundo arrojándose uno al río con los bolsillos llenos de piedras.
Eso fue lo que hizo Virginia Woolf, la que escribió en su memorable La señora Dalloway esto: «Rosas pensó con sarcasmo. Basura, querida. Sí, porque realmente, entre comer, beber, cohabitar, entre días buenos y días malos, la vida no había sido cuestión de rosas».
Las espinas de las rosas son las que se clavan en el consciente del consciente, las que se clavan en el que es consciente de lo que ya tenemos encima y de lo que está por llegar. Sacarse las espinas (darse muerte) es un acto de rebeldía. Es la revolución más sensata: no dañas a nadie y nadie te daña más a ti.
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