A Marine Le Pen, a quien todos dan por ganadora en las elecciones del día 7 de julio, le ha salido una ampolla: Mbappé pide a los jóvenes que frenen con su voto el avance de la extrema derecha. El as deportivo, hijo de camerunés y argelina, criado en un suburbio parisino con la mayor proporción de inmigrantes y la tasa de pobreza más elevada de Francia, proclama su identificación con los valores de la diversidad, la tolerancia y el respeto. Espero que después del día 7, dijo en vísperas de su estreno en la Eurocopa, «sigamos estando orgullosos de llevar esta camiseta».
Las declaraciones de Mbappé han desatado una cascada de reacciones en la banda derecha de su país. Un portavoz de Reagrupamiento Nacional, el partido de Le Pen, le recrimina no haber alzado la voz de condena cuando jóvenes como Thomas y Lola —un adolescente muerto en una pelea rural, una niña asesinada presuntamente por una argelina sin papeles— fueron «masacrados por la chusma» (de inmigrantes). En cualquier caso, reproche tibio al crac por haber «politizado» la Eurocopa y explicable mutismo de la lideresa ultra, porque nadie en sus cabales osaría atacar abiertamente a quien idolatran los franceses.
La derecha gala, especialmente la xenófoba y racista, siempre tuvo problemas de identificación con su selección nacional. El equipo era, como advertía Jean-Marie Le Pen, el padre de Marine, excesivamente multicolor. Más que los bleus, reconocibles por el azul de sus camisetas, quienes cosechaban títulos y mundiales eran los denominados despectivamente black-blancs-beur: negros, blancos y árabes. Un variopinto mar de colores en el que naufragaba el discurso antiinmigración. Aquellos futbolistas que jugaban como dioses eran franceses, sí, pero hijos o nietos de colonizados. Vástagos de «los condenados de la tierra», por utilizar la terminología de Frantz Fanon. Como el excelso Zinedine Zidane, hijo de argelinos, autor de dos de los tres goles que Francia le encasquetó a Brasil en la final del Mundial 98. O como Liliam Thuram, nacido en las islas de Guadalupe, en las Antillas, quien respondió al racismo de Le Pen padre con una concisa puntualización: «Personalmente no soy negro, soy francés». Hijos del imperio colonial y de los arrabales, extraídos de la banlieue, inversión coloquial de lieu du ban o «lugar de destierro» en traducción literal. Jóvenes de los suburbios que, al estallar la violencia en el 2005, fueron tildados de «escoria» por el ministro del Interior de entonces: un hijo de inmigrantes húngaros, aunque de familia con ínfulas aristocráticas y piel blanca, llamado Nicolas Sarkozy. Escoria como Marcus Thuram, hijo del no negro-sí francés del Caribe, u Ousmané Dembelé, padre de Mali y madre de ascendencia mauritana y senegalesa, que precedieron a Mbappé en su rechazo expreso a la ultraderecha. O el propio Kylian Mbappé, campeón en Rusia 2018 y subcampeón en Catar 2022, que aprendió fútbol y valores en el barrio de Bondy, periferia parisina, y ahora llama a defenderlos en los estadios alemanes y en las urnas francesas.
Comentarios