Se vierten muchas frases vacías cada vez que un demagogo ultraderechista da la sorpresa en las urnas. Estos días, con la resaca de las elecciones europeas, hay mucha gente montando teorías sobre las razones que han llevado a casi ochocientas mil personas a votar a la candidatura de Alvise, y todas ellas presentan el asunto como la respuesta de gente enfurecida con el estado de las cosas, con una vida sin futuro, sin poder acceder a una vivienda, gente a la que, encima de todo esto, las medidas tomadas por el gobierno durante la pandemia les han afectado más que a nadie. Lo que me pregunto, sabiendo como sabía que estos análisis de retrete se iban a suceder hasta la extenuación, es cómo es posible que toda esta gente votara a una opción política que no dice absolutamente nada sobre vivienda o empleo y cuyo líder pretende ser el Bukele español en uno de los países menos violentos del planeta.
Decirle a la gente lo que quiere oír es fácil. Decirle a la gente que los más desfavorecidos de la sociedad son el enemigo, que sus males se deben a los privilegios de gente que carece de ellos, también. Pero la gente que es receptiva a los mensajes de odio no son cuencos vacíos que se pueden llenar con lo que uno desea. Eso es una fantasía. La crisis no ha afectado a esas ochocientas mil personas más que a cualquier chaval de mi barrio que no ha votado a Alvise ni a ninguna de las pintorescas opciones derechistas surgidas de las redes sociales. El odio ya estaba ahí.
Durante algunos años, aparentemente pacíficos, las burradas y opiniones desagradables tales como decir que hay que agredir sexualmente a la hija del presidente del gobierno al ritmo del himno nacional, ese que no se puede pitar en el fútbol, permanecían en las mentes limítrofes sin salir de allí o saliendo únicamente en círculos restringidos, pues de otro modo la gente se apartaría de los emisores de esos mensajes y les señalaría como lo que son: personas indignas de compartir sociedad con el resto de la civilización occidental. Pero con la llegada de las redes sociales, los indeseables han encontrado un oasis donde se pueden acariciar el lomo unos a otros. Se han dado cuenta de que no están solos, y han interpretado que ser un indeseable no es tan malo si hay nada menos que ochocientos mil como ellos dispuestos a expeler sus pútridos pensamientos y hasta convertirlos en una opción política. Se me quedan cortos todos los análisis sobre gente decepcionada con el sistema porque sufre mucho, como si solo ellos sufrieran los rigores del panorama político, económico y social que sufrimos la mayoría decente que no hemos optado por el voto del odio.
Ese pobre hombre (la mayoría son hombres) rijoso que desde la esquina de la barra del bar comentaba la actualidad en términos lo más desagradables posibles y que por lo general solo lograba generar un silencio incómodo a su alrededor cuando no una bofetada, es el personaje prototípico que pulula por el grupo de Telegram de Alvise. Ese patriota español que suelta obscenidades a las adolescentes e insulta a los negros y a los homosexuales, es el tipo por el que tenemos que sentir lástima y al que tenemos que intentar comprender, como si hubiera algo humanamente comprensible en su actitud, como si habláramos el mismo idioma y habitáramos en la misma dimensión moral.
Hay que entender, y cuanto antes lo entendamos mejor nos irá, que hay un porcentaje nada despreciable de habitantes en cada país que son auténticos indeseables a los que no les importa destruirlo todo con tal de fastidiar a los demás. Ni tan siquiera necesitan algún beneficio propio. Gente cuya única ideología política es el odio, algo que exhiben sin pudor alguno porque ya se ha normalizado. Ni son los que más han perdido, ni son nada. Somos muchos los que hemos sido derrotados por un sistema cruel, injusto y sordo, pero no todos hemos optado por llevar el odio a las instituciones. No podemos tratar a los votantes de Alvise como a ignorantes. Son personas muy conscientes de lo que dicen y hacen, y tratarles como si fueran enfermos a los que hay que vigilar para que no se hagan daño es infantilizar a ochocientos mil adultos perfectamente conscientes y orgullosos de lo que dicen y hacen. Dejad de hacer el ridículo.
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