A la inmensa mayoría de las personas la vida se les hace corta, querrían vivir muchos más años, sin límite. Supongo que el impulsor de ese ferviente deseo es el instinto de supervivencia, aunque casi a continuación de expresar su entusiasta aspiración de perpetuarse matizan que siempre que el cuerpo, y sobre todo la cabeza, no les provoquen más sufrimiento que satisfacción. Desde luego, seguir vivo para estar masacrado por las enfermedades y las cornadas del caprichoso azar no resulta deseable para nadie, a no ser que la fe en los altísimos ideales y la esperanza en la redención final sean capaces de convertir el dolor en una ofrenda a quienes ellos consideran el guionista omnipotente de la existencia humana. Equivocados, fanáticos o afortunados poseedores de una inusual lucidez, tienen la suerte envidiable de localizar en sus conciencias razones poderosas para continuar transitando sin miedo por el pedregoso camino de la vida, gracias a los destellos de una luz que los demás no vemos.
Conozco a unos cuantos idealistas de ese tipo, y si tengo oportunidad les declaro abiertamente mi envidia y admiración. No se trata de curas ni monjas ni misioneros, ni tampoco todos son católicos combatientes o predicadores de salón fariseo, son gente que convive discretamente con nosotros, pero siempre encuentran motivos para ver en el prójimo a un compañero de viaje, del mismo viaje hacia nadie sabe dónde, pero a donde todos llegaremos por diferentes caminos.
Una de esas heroínas anónimas, un buen día, después de superar un cáncer en principio incurable, quiso mostrar su agradecimiento al señor que reparte las suertes afiliándose a una organización humanitaria que dedica sus afanes a evitar el hambre de los bebés nacidos en vientre casi infantil. Casi todos son vientres hispanoamericanos, casi todos han sido fecundados por un joven en paradero desconocido o localizable pero descaradamente insensible a su responsabilidad paterna, sabedor de que la dueña del vientre nunca les reclamará respuesta alguna hacia su hijo porque con la ilusión de llegar a ser madre le basta.
Con tanta tristeza como emoción voy de vez en cuando a intentar ser más humano contemplando en silencio la forma sumisa con que esas niñas (ninguna mayor de los tiernos veinte años) hacen cola, por lo visto desde las cinco o las seis de la mañana. Llevan a su bebé en brazos bajo una toquilla o dormido en el cochecito usado que alguien les consiguió, y me cuesta contener las lágrimas, mientras las preguntas se me atragantan sin poder encontrar una contestación satisfactoria porque un sentimiento puro de vergüenza me bloquea la conciencia. Observo con calma sus cuerpos de escasa estatura y sus ropas inequívocamente regaladas por quien se apiadó de ellas, antes de posar los ojos sobre sus rostros iluminados por una sonrisa todavía limpia, y no descubro en ellos ni brillos de resignación ni de rabia, simplemente aguardan con la disciplina de los derrotados que la caridad les permita recoger comida para ella y pañales y biberones para su bebé. Con suerte podrán regresar la semana que viene, aunque las inclemencias del tiempo les sugieran desistir, y aguardarán con paciencia su turno para terminar por fin frente a unas rudimentarias mesas de madera, donde Adela F. y otros ocho o nueve activos voluntarios reparten cada día laborable las provisiones que en un pequeño almacén prefijan con escrupulosa equidad. Dos de ellos apuntan en un bloc el nombre de las beneficiadas para impedir que alguna desaprensiva repita dos veces.
La heroína Adela F. ni siquiera transmite la satisfacción de sentirse plenamente feliz por sacrificarse en vida a tan hermosa causa. Ni tampoco sonríe con la superioridad moral de quien se siente ubicado en un plano elevado, inalcanzable para los humanos de a pie, es una mujer como muchas de las que se cruzan con nosotros por las calles, sin característica física que la diferencie, un ejemplar nada especial de la masa anónima cuya belleza interior esconde inconscientemente, ignorante de su visibilidad por parte de quienes tenemos la suerte de disfrutar de su esporádica compañía. Solo la podemos ver algún domingo por la tarde, porque esa mañana y el sábado entero cuida a un matrimonio anciano muy deteriorado por el mordisco de la demencia, cuyo hijo y nuera precisan de un descanso, tanto por su juventud todavía necesitada de aliento mundano como por el agotamiento laboral tras una semana de duro trabajo: él se gana la vida de repartidor en bicicleta durante diez horas de inagotable pedalear y ella de asistenta por horas, siempre preocupados por que un inesperado despido les impida pagar el alquiler del pequeño piso donde viven los cuatro.
Hemos tomado un café con Adela. Aunque no es precisamente ñoña, dice con cierto pudor que es su vicio preferido, por supuesto sin leche y sin azúcar. A veces su retraimiento nos dificulta la conversación, tal vez hable hacia dentro consigo misma y eso le baste, pensamos como explicación. En verano se irá a África, dice por fin al notarse observada por nosotros en silencio, la ilusiona verse en Mali visitando junto a otra compañera y un médico diferentes poblados situados al norte del país, donde procederán a una vacunación infantil masiva si la guerrilla no lo impide. Ella fue enfermera, nos recuerda, y está dispuesta a dejarse la piel por aquella gente de habla imposible, convencida de que el esfuerzo merecerá la pena, tanta como el año pasado cuando el viaje fue a Perú y lo que en principio iban a ser tres semanas de estancia se prolongó otras tres. «Si por mí fuera me hubiera quedado allí más tiempo, entenderse con quien habla tu idioma te acerca mucho más y parece que tu ayuda es verdaderamente útil, pero empecé a echar de menos a las chicas de la cola del hambre y las miradas agradecidas del matrimonio anciano y decidí volver. Lo de mi relación con estas niñas es muy especial, a veces tengo oportunidad de charlar unos minutos con ellas para interesarme por su biografía, casi todas tienen la misma, bastante parecida a la mía, por cierto. Suelen ser hijas de madre desconocida que se vio obligada a abandonarlas presionada por la vida. Nunca os lo conté, pero creo que mi madre ejerció la prostitución y me entregó a una señora, cuya identidad desconozco, y esta a su vez tramitó mi adopción cuando yo cumplí un año ?se le humedecieron los ojos?. Pero no quiero hablar de eso, no porque me remueva por dentro, sino porque no conduce a nada, pienso que en medio de todo tuve mucha suerte y punto, desde luego bastante más que estas desgraciadas».
Se dio cuenta de que estaba focalizando nuestra atención y pretextó la necesidad de volver a casa para recoger unas cosas. No nos dejó acompañarla, estaba nerviosa, incómoda. «Además ya casi son las ocho y mañana quiero estar en la cola a primera hora, a eso de las cinco, tengo que hablar un rato con Paula, una paraguaya que por ser muy guapa temo que se enrole en un club de alterne para escapar de la miseria, detrás de ella andan. Bueno, que os vaya bien». La vimos abrir la puerta de la cafetería y a través del ventanal observamos cómo se alejaba con su paso alegre de colegiala. Y cuando la perdimos de vista nos quedamos mirando al infinito como si hubiera dejado una estela flotando en el aire.
Comentarios