Es muy feo que el PP siga combatiendo a Pedro Sánchez con las armas de la desmesura, la irracionalidad, la mentira ya psicópata y el odio sin disimulo, ese que llevó a atentar contra el primer ministro eslovaco, ese que lleva a los neonazis a apalear a políticos alemanes, ese que quiere desollar a una diputada laborista, ese que envenena Europa (y al mundo) de molicie.
Nada más ni nada menos Núñez Feijoo nos aventura lo que va a suceder: Sánchez obligará a Salvador Illa a ceder la presidencia de la Generalidad a Carlos Puigdemont. Pero es más feo todavía que haya tanta gente que se lo crea, porque ratifica que vivimos tiempos de impostura absoluta, de cinismo sin vergüenza, donde las patrañas más vulgares e indecentes han derrotado el análisis objetivo de los hechos, los procesos racionales más elementales.
En este barro es donde los ultras se sienten fuertes, capacitados para laminar las sociedades liberales y democráticas, y, sinceramente, se ha de concluir que la estrategia les funciona, la estrategia de la mezcla: inmigración, laicismo, homosexualidad, aborto, divorcio, misoginia, patria y camisa viejas y azules. Hoy, con Miley y otros prebostes en Madrid, seremos el centro cósmico del fascismo. O sea, mejor que Sánchez no salga este domingo a la calle.
Feijoo, que sí puede darse una vuelta por donde le venga en gana, el que vino a Madrid con la aureola de moderado, ha caído en las redes del populismo vomitivo de Donald Trump fuera y de Díaz Ayuso dentro, esta acomodada en el gansterismo. Durante la campaña electoral catalán, el líder del PP no dudó en engancharse al retorcido tren del racismo, la xenofobia y el embuste más grosero, llegando por momentos a superar la ideología de Vox.
El PP no puede caer ya más bajo, porque hay que anotar a su vez que está impulsando en tres de las comunidades en las que gobierna la rehabilitación del franquismo y se comporta como un partido irreverente con la Constitución: negarse a renovar el CGPJ y a punto de utilizar el Senado contra la voluntad de los españoles, pues solo a última hora no interpuso un recurso de inconstitucional contra la ley de amnistía, que aún no ha sido aprobada. Una barbaridad que encaja en la barbarie de unos tipos enfurecidos porque llevan seis años sin el poder y sin visos de hacerlo en el futuro inmediato. La frustración es un móvil.
Los electores catalanes han dicho no al odio que se está implantando en España por la extrema derecha (PP y Vox). Y ha dicho no al «procés» que, materialmente, se inició los días 6 y 7 de septiembre de 2017. Sin embargo, ese rechazo no ha sido suficiente para que algunos golpistas no frenen sus deseos de volver a hacerlo, pero «esta vez, mejor» (Jorge Turull). Los hay en ERC, pero ya son menos, aunque tal vez todavía puedan hacer abortar un gobierno de izquierdas. Esquerra es un partido de clase sin clase: cegado en la autodeterminación, está ciego con las clases que dice defender: ya no las ve.
Ahora bien, con todo, el enemigo más temible hoy, del pueblo catalán y del español, es Calos Puigdemont y sus 600.000 patriotas, tan viejos y azules como los extremistas centralistas. Puigdemont es un caso clínico, muy estudiado en Psiquiatría: el narcisismo. Cumple con todas las características del mito griego. Es decir, desde sus circunstancias temporales y espaciales, está en disposición de hacer el mayor daño posible a propios y extraños. Y es inmisericorde.
Sánchez le concedió prebendas inconcebibles y él responde con la traición. La traición es una porción de su genoma. Traicionó a quienes confiaron en él huyendo como un miserable. Alentó, desde el confort de un palacete belga, precisamente en el Waterloo donde cayó otro narciso, el salvajismo en las calles, el Tsunami Democrático. Y tras el 12-M amenaza con volver a ser «president».
Puigdemont es la amenaza más seria, al lado del PP, a la convivencia en Cataluña, a la solidaridad entre las regiones y a la protección social de los desheredados, de los golpeados por el Capital, de los robados. Toca confiar que los jueces, bien españoles, bien europeos, eviten que este desalmado entre en «nuestro» país, aunque sea a expensas de la ingobernabilidad del Estado, de lo que queda de él, pero que tiene en los presupuestos generales anuales una herramienta para paliar, aunque sea en parte, los destrozos causados a las gentes menguantes por políticas antisociales y por políticos mercenarios como el tal Puigdemont.
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