Fue el último martes consumido por el tiempo —¿qué es el tiempo si no la nada?— cuando conté hasta 22 colillas, y porque me abstuve de las que estaban un poquito más allá del «horizonte de sucesos», en el suelo de la entrada de Parque Principado más cercana a «Fnac», donde compré el libro de la gijonesa pija Sara Torres La seducción, alentado por el El País y para inmiscuirme en eso que llaman el «movimiento queer», una de las manifestaciones de la no sorprendente posmodernidad. Lo que no pude adquirir fue el antivirus Kaspersky, que vengo utilizando los últimos años con alta satisfacción. Tampoco lo había en Media Markt, donde se han quedado solo con McAfee, lo que me ratificó que la libertad de mercado está próxima al paroxismo, arrancando de cuajo uno de los pilares del capitalismo «amable» levantado por Adam Smith en La riqueza de las naciones, de 1776, para ser sustituido por el del capitalismo totalitario, en armonía con el político. Pero retomo la cuestión de las colillas para anotar un elemento sustancial: las 22 estaban en los alrededores de dos papeleras-cenicero. No me indigné porque colegí que esos fumadores, tal vez, con su cochinada, le estaban indicando al fondo de reptiles del centro comercial que deberían contratar a más personal de limpieza, en un gesto de solidaridad altamente encomiable por inusitado.
Recorrí en coche, también en el inmediato pasado devorador, unos 100 kilómetros por autovía. En dos ocasiones —no estuve todo el rato contabilizando este tipo de barbaridades— vi cómo me adelantaban por el carril izquierdo y cómo otro que venía por detrás del que me sobrepasaba se ponía a cuatro o cinco o seis o siete metros de distancia. No guardar la distancia es un deporte de riesgo muy popular. El peor recuerdo que guardo, perturbador, cuando era el responsable de Prensa y Actos Científicos del HUCA, fue dar la noticia —y visitar a la víctima en la habitación en nombre del director-gerente— de un accidente de tráfico en la «Y». Una joven madre iba adelantando a un camión, sin superar la velocidad máxima, y un hijo de puta, que parecía creer que todo el asfalto había sido echado para él, se colocó a un palmo de ella y comenzó a hostigarla con el claxon y las luces de manera acuciante, y con una virulencia (sonidos y luces) que la hizo entrar en pánico, perder el control y volcar sobre la mediana, y a los cirujanos vasculares no les quedó más remedio que amputarle una pierna de los destrozos que le causó el matarife, amén de otros traumatismos.
Tocar —tocarse— el pito del vehículo en la ciudad me cabreaba, pero me acostumbré. Me gusta contar: escalones, pisos de un edificio, matones que van insultando y humillando a sus parejas en la calle… y pitidos de imbéciles que no me dan dos segundos para reiniciar la marcha. Ahora, a veces, solo a veces, cuento los que no recibo. Es un avance, me parece. Me parece que todo mi yo se beneficia, al igual que cuando consigo —medio— abstraerme de los perros ladrando en las terrazas de las cafeterías, sin que a sus mejores «amigos», correa o no en mano, les importe cuánto joden al resto de cafeteros. Los ruidos de la ciudad hacen enfermar. Y matan. Pero siguen siendo perforados los tubos de escape de las motos, que saben que pueden adelantar hasta los coches de los polis y salir impunes.
Y más de polis. Quienes montan bicis y patinetes pueden, si les sale de los huevos, circular por las aceras; saben también que pueden prescindir de luces, de reflectores, de cascos, y hasta llevar ropa oscura cuando el sol está en el otro lado del mundo. Así que el conductor de cuatro ruedas tiene que contar un cuento cada noche que sale, no para salvar su vida, como Sherezade, sino para no aplastar a estos sujetos, sujetos de todos los derechos y de ningún deber, que siguen a rajatabla al San Pablo que afirmó: «Todas las cosas me son lícitas».
Pues bien, estos 17 reinos de taifas que desmoronan al Estado español tienen en común hábitos parecidos a los antedichos. O sea, que somos más iguales que distintos. Desde luego, tales conductas se dan en otros solares: en Italia y según avanzamos hacia el oriente continental, por ejemplo, están más agudizados; en lo países musulmanes, mucho más (en Estambul, Amán y El Cairo, guardé el carnet de conducir en la caja fuerte del hotel). Al contrario, en la Europa occidental, las cosas suelen ser menos obscenas. Pero aquí tenemos una puntuación media que nos encadena. Somos españoles de purísima raza, pese a que algún reino se crea la hostia tras inventarse unos orígenes la hostia de fabulosos.
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