Creo que soy uno de los pocos españoles que no tienen una solución para acabar con la publicación de bulos en los medios de comunicación, no digamos ya con los rumores extendidos entre usuarios de WhatsApp. Muchos días, en mi trabajo, me toca desmentir algunos de ellos que llegan por WhatsApp que son compartidos miles de veces. Es muy cansado. Al final termino preguntándome si sirve de algo hacerlo, pues lo único que recibo a cambio son malas caras y que algunas personas me pregunten si creo ser más listo que ellas o, directamente, si creo que son tontos. Tengo respuesta para eso, pero sería una grosería por mi parte darla.
La mayoría de la gente que conozco que se traga todo tipo de bulos lo hace con mucha alegría. Te cuentan lo que les acaba de llegar al móvil como si fueran poseedores de un saber arcano. Todos esos bulos contribuyen a reforzar sus prejuicios: xenofobia, homofobia, transfobia, además de las medias verdades o mentiras flagrantes sobre el gobierno de coalición. Todavía tengo grabado a fuego en la retina el momento en el que un conocido me informó, muy ufano, de que la esposa de Pedro Sánchez era una mujer trans. Hasta entonces este asunto en concreto para mí solo era un asunto con el que la gente de derechas más pasada de vueltas aderezaba los comentarios en el canal de Telegram del amante de las ardillas, así que me resultaba algo propio de loquitos lejanos. Pero no esperaba tener frente a mí la podredumbre de aquella manera tan inesperada. Había asumido que mucha gente a mi alrededor es capaz de tragar cualquier cosa en internet pero solo hasta cierto punto. No se me había pasado por la cabeza que las personas que eran capaces de sonreír satisfechas al leer una mentira tan estúpida pudieran estar tan cerca de mí. Que podría ver algún día cómo les brillaban los ojos al descubrir lo que creen es algo de lo que deberíamos avergonzarnos. Vivimos rodeados de personas incapaces de razonar a los niveles más básicos. El bulo de Begoña Gómez no es nuevo, ya le ocurrió a Brigitte Macron, esposa de Emmanuel Macron, le pasó también a Michelle Obama y más recientemente el mismo bulo le está cayendo a Britta Ernst, esposa del canciller alemán Olaf Scholz.
Este bulo en concreto funciona como una leyenda urbana. Se traslada de país en país y se adapta a sus circunstancias. Funciona exactamente igual que los bulos sobre furgonetas blancas conducidas por pederastas que secuestran niños y que ya han causado en algunos países linchamientos terribles de personas inocentes. Funcionan como la leyenda de aquella chica que intentó secarse el pelo en el microondas, son la chica de la curva del siglo XXI aderezada con unas dosis de prejuiciosa maldad que hasta no hace mucho estaba feo airear en público. Pero el funcionamiento es exactamente el mismo.
Las leyendas urbanas tienen una carga moral. En algunos casos, su propagación puede acabar en tragedia. En contra de lo que pueda parecer, los bulos mediáticos tienen un funcionamiento similar, pueden formarse en base a los miedos de parte de la población, pueden crecer a la luz de algún hecho constatable que se deforma convenientemente. No importa la verosimilitud, hasta un juez puede dar por hecho que la chica de la curva existe. Los medios que se dedican a la producción de bulos son muy conscientes de esto. Saben cómo se va a propagar lo que publican en forma de capturas de pantalla respaldadas por la autoridad que les otorga haber sido publicadas en internet por algún medio al que se le supone (esto ya depende de lo estúpido o manipulable que sea el receptor) cierto prestigio. Pero al contrario de lo que sucede con las leyendas urbanas puras, los medios que publican noticias falsas no solo lo hacen para promover una moralidad correcta, sea lo que sea eso. Lo hacen con fines políticos, y lo que es mucho peor, lo hacen porque genera dinero. El receptor puede ser mortalmente estúpido, y su grado de estupidez puede llegar a ser tremendamente útil y lucrativo.
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