En julio se cumplirá una década de la irrupción de Pedro Sánchez en la política española como secretario general del PSOE. Le correspondió revivir un partido hundido y dividido y afrontar la necesidad de pactar con otras fuerzas para alcanzar el poder, en el nuevo marco pluripartidista que se estableció desde 2015. Le costó adaptarse, pero lo logró desde que, en 2018, sacó adelante la moción de censura. Su adaptabilidad a las circunstancias podría acercarlo a un político italiano, pero, desde el fracaso de su inicial pacto con el centroderecha de Ciudadanos, asumió un rechazo radical a los acuerdos con los conservadores, que lo alejó bastante de las tradiciones políticas de la vecina península mediterránea, donde ni los amigos ni los enemigos son nunca permanentes, y condicionaría la política española. Bien es cierto que en el otro lado nunca encontró mucha disponibilidad. Por encima de sus aciertos y errores, destaca su capacidad de sorprender, que de nuevo puso de manifiesto el pasado miércoles.
La crisis personal de Pedro Sánchez merecía respeto. Enric Juliana escribía el viernes que podría ser el primer presidente que dimitiese por amor. Era algo comprensible, que también estuvo presente en la dimisión de Adolfo Suárez, aunque entonces influyesen otros factores de peso que hoy no están presentes. De todas formas, además del amor por Begoña Gómez, creo que en el presidente hizo también mella un desamor, el de buena parte de la ciudadanía, que le ha impedido traducir los logros indudables de su gestión en una mayoría parlamentaria cómoda y ha facilitado la pérdida de ayuntamientos y comunidades autónomas por parte del PSOE. El afecto que el sábado y el domingo le mostraron sus seguidores, que indudablemente los tiene, sindicatos, personalidades y ciudadanos anónimos, no creo que sea suficiente para devolver la alegría a quien hubiera deseado ser un Kennedy hispánico. Tampoco habrá olvidado las recientes movilizaciones en su contra, que es probable que se reproduzcan en un futuro no muy lejano.
En que la popularidad de Sánchez siempre haya sido limitada influyen una falta de empatía que no ha podido superar, la multiplicación de apariciones públicas durante la pandemia acabó teniendo un efecto negativo, y su afición por la rectificación brusca y poco explicada. Es cierto que no es algo infrecuente entre los políticos, pero el mayor error de Pedro Sánchez consistió en la rotundidad de sus aseveraciones, en repetir la imprudencia de realizar promesas precisas y contundentes que la propia realidad le impediría cumplir. Que eso se combinase con las secuelas del conflicto catalán contribuyó a que se consolidase la imagen de un político poco fiable. La oposición política y mediática hizo todo lo posible para reforzarla, pero es innegable que él es el principal responsable de que esto haya sucedido. Sin duda, es una de las razones por las que no parece que este retorno sin haberse ido vaya a mejorar su imagen pública. Sus declaraciones de la noche del lunes en RTVE y la mañana del martes en la cadena SER agravan la sensación de que nunca se puede tomar demasiado en serio lo que afirma. Caben dudas sobre el carácter real de su crisis personal si, como dijo en TVE, no pensaba en dimitir cuando escribió la carta y, según planteó en la SER, está dispuesto no solo a seguir hasta el final de la legislatura, sino a continuar después.
Infravaloró el despertar del nacionalismo español, que la crisis catalana había provocado, y eso ha castigado al PSOE y a todas las izquierdas. No era fácil encontrar un equilibrio entre nacionalismos enfrentados, pero no lo logró o solo lo consiguió a medias. La forma en que se propuso la ley de amnistía que actualmente se debate en las Cortes, tras la más sonada de las rectificaciones presidenciales y la investidura con apoyo de Junts, contribuyó a incrementar la irritación de un sector muy importante de la sociedad española. Eso explica la fortaleza del PP, a pesar de su más que mediocre liderazgo, y la consolidación de Vox en la extrema derecha ultranacionalista.
A diferencia de Suárez, Pedro Sánchez cuenta con un partido cohesionado, que ha sabido reconstruir, no encontrará ahí motivos de desazón, pero, como él, ha sufrido una oposición implacable y desleal. El bloqueo de la renovación del Consejo del Poder Judicial es injustificable y por sí solo inhabilita al PP como alternativa de gobierno con sentido de Estado. Pudo modificar la forma de elección cuando tuvo mayoría absoluta, pero no lo hizo porque ya lo controlaba y no lo consideraba necesario. No hay disculpa posible para que, cuando la ha perdido, quiera hacerlo mediante el chantaje, porque no tiene otro nombre pretender obligar a la mayoría parlamentaria a que asuma sus planteamientos con la amenaza de un boicot indefinido.
Sin duda, Pedro Sánchez debió consultar con más frecuencia con los líderes del PP las líneas fundamentales de su política exterior y especialmente giros como el producido sobre el Sahara occidental, por incómodo que le resultase tratar con ellos, pero tampoco cabe la deslealtad que han mostrado y que los ha conducido a intentar desprestigiar a España, no solo a su gobierno, en el exterior y especialmente en Bruselas. Algo parecido ha sucedido en el Parlamento. De nuevo, se puede criticar al presidente y al PSOE por no haberse prodigado en esfuerzos para negociar con el principal partido de la oposición, pero tampoco es comprensible que este votase en contra de normas con las que estaba de acuerdo solo para ver si conseguía derrotar al ejecutivo.
Poco cabe añadir sobre la proliferación de insultos y descalificaciones personales en los rifirrafes parlamentarios, las columnas de los periódicos madrileños y las arengas y tertulias radiofónicas. Ha pasado desapercibido que el lunes 29 era el día de Santa Tertulia, virgen y mártir, todo un guiño del santoral. Quizá si retornasen la buena educación y la inteligencia mejorase el clima político. Es sorprendente que políticos gallegos como los señores Núñez y Tellado carezcan del don de la ironía. Julio Camba era un conservador implacable con el régimen y los dirigentes republicanos, pero confieso que me divierte leer sus crónicas. Creo que, si fuese de derechas, aunque carezca de la maestría del periodista gallego, habría intentado escribir hoy un «Haciendo de presidente», pero, como no es el caso, me dominan el desconcierto, el enfado y cierta desesperanza, que se reflejan en este artículo.
Podría afirmarse que los medios de comunicación de la derecha han sustituido la información por el combate. No importa tanto lo que sucede como qué puede encontrarse en la actualidad que sirva para atacar a Sánchez, a su gobierno, al PSOE y a la izquierda en general. Un diario derechista madrileño agrupaba estos días las noticias sobre la espera de la decisión del presidente del gobierno con el título «España en interinidad». Es una prueba más de la falta de rigor que caracteriza a algunos medios, siempre dispuestos a sembrar la confusión si debilita al que han convertido en enemigo. Entre el miércoles 24 y el lunes 29 de abril no ha existido ninguna interinidad y menos un vacío de poder. Que Pedro Sánchez suspendiese sus apariciones públicas no supuso que abandonase sus funciones, hubiese intervenido en cualquier asunto de Estado que lo exigiese, ni que el gobierno dejase de existir. Todos los presidentes del gobierno se han tomado días de descanso sin que eso implicase interinidad alguna y en este caso no ha salido de la Moncloa.
Este es un ejemplo menor, aunque muy reciente. Es imposible encontrar en esos medios una noticia favorable, mientras se multiplica la importancia de lo negativo. Se pretende convertir un caso de corrupción aislado, que solo toca marginalmente al PSOE y al gobierno y del que ni el partido ni ningún dirigente se ha beneficiado, en una muestra de una corrupción generalizada que no existe y que, en cambio, diversos juicios nos recuerdan estos días que cuando sí la hubo fue durante los largos ocho años de gobierno del señor Aznar. La colaboración de hecho entre jueces militantes y prensa de combate en las campañas contra Pablo Iglesias e Irene Montero, Ada Colau, Mónica Oltra, Xavier Trías, las feministas del 8 de marzo de 2020 y ahora Begoña Gómez produce nauseas. No se trata de proponer límites a la libertad de expresión, pero la crítica a quienes critican también está incluida en ella.
Se deben evitar los ataques políticos al poder judicial, pero si lo que queda del CGPJ decide, por propia iniciativa, convertirse en un órgano político que se une a la lucha de las derechas contra el gobierno, es él mismo el que cuestiona la separación de poderes e invita a que se le responda con igual moneda. Lo mismo sucede si jueces uniformados con sus togas deciden manifestarse públicamente contra una iniciativa legislativa que se debate en las Cortes. Lo que no sirve es la ley del embudo. No puede aceptarse que un sector de la judicatura decida convertirse en salvador de la patria y asuma que contra sus enemigos todo vale. Si algo puede desprestigiar a España como Estado de derecho es que el terrorismo se utilice falazmente como instrumento para perseguir la disidencia política.
Siempre son injustas las críticas genéricas a «los» jueces, «los» profesores o cualquier otro cuerpo o profesión y convierten casos aislados en categorías, pero algo falla en un país en el que un juez puede meter a unos titiriteros en la cárcel porque provocaron alarma social, es decir, alarmaron al ABC y a Esperanza Aguirre, y se deja en la calle a uno de los principales narcotraficantes y jefe de mafias de Europa. El juez fundamentó, en febrero de 2016, «la medida de prisión preventiva (de los titiriteros) en el riesgo de fuga, atendiendo a la naturaleza del hecho, a la gravedad de la pena que se les pudiera imponer cuando se les juzgue por estos hechos y a su situación laboral, familiar y económica», decía entonces un periódico madrileño. Fueron exonerados meses después, pero nadie les quitó la cárcel y la ignominia. El único consuelo es que el Supremo condenó a dos medios de la fachosfera a indemnizarlos por haberlos llamado «etarras». Al final, la justicia funcionó, aunque los titiriteros sufrieron un calvario injusto por la falta de mesura de un juez. Lo del capo mafioso, que sí se fugó, puede que no tenga remedio. Hay ocasiones en las que, más que la inspección, debería investigar la policía.
Asombra la osadía de un líder de la oposición, sucesor de Fraga Iribarne y compañero de partido de Jorge Fernández Díaz, que, siguiendo la doctrina de su gurú Jiménez Losantos, atribuye al presidente del gobierno «un tic autoritario que no veíamos desde Franco». Comprendo que solo los que tenemos cierta edad recordamos al Fraga de la rueda de prensa que siguió a la matanza de Vitoria, en marzo de 1976, después de que su policía asesinase impunemente a cinco manifestantes e hiriese de bala a decenas. Nada se hizo desde el ministerio, más que amenazar a los «anarquistas» y revolucionarios, ningún policía pagó por el crimen, tampoco dimitió el autoritario ministro. Para recordar la utilización del ministerio del Interior por el PP para perseguir y difamar a los rivales políticos, Villarejo mediante, no hace falta haber cumplido muchos años, estos días se evocaba en los medios de comunicación liberales. Esos si eran tics autoritarios con Franco ya muerto y, vista la amnesia del señor Núñez Feijoo, cabe la duda de si el PP se habrá desprendido de ellos.
Por encima de los gestos teatrales, se entiende el hartazgo de Pedro Sánchez y de todas las izquierdas, la sensación de acoso y de cierta impotencia ante la continua e impune violación de la Constitución por parte del PP y de algunos jueces, que parten de la presunción de culpabilidad de quienes sostienen ideas diferentes a las suyas. Desmoraliza saber que solo una muy rotunda victoria de las izquierdas en unas elecciones, o un triunfo de las derechas que les permita configurar el Estado a su medida, promocionar a jueces y fiscales afines y volver a manejar los presupuestos, podría desbloquear la situación. Lo primero es difícil y exigiría una renovación de liderazgos y tácticas que no se percibe próxima, lo segundo supondría un triunfo de las malas artes extremadamente peligroso para la democracia. Sin embargo, lo más probable es que continúe este empate desquiciante y, con él, un clima político irrespirable.
El amago de dimisión de Pedro Sánchez no cambia nada en este panorama. No sé en qué consistirá el «punto y aparte» que anuncia, pero sigue teniendo una mayoría precaria en el Congreso, que, además, depende de un partido de derechas, tan poco fiable y, a la vez, detestado fuera de Cataluña como es Junts. Hasta ahora, muy poco se ha podido legislar. La sociedad española sigue dividida y no sería bueno polarizarla más. Debe evitarse un enfrentamiento entre poderes que solo perjudica a la democracia y al Estado de derecho. Todos deberían poner algo de su parte, pero no se atisba la posibilidad de que eso suceda.
Si el motivo de la breve retirada del presidente fueron los ataques contra su esposa y su familia, no hay nada que indique que vayan a detenerse, tampoco las investigaciones, justificadas o no, del Senado, controlado por el PP, y de algunos jueces. Por eso, la decisión de continuar en el cargo es tan desconcertante como la carta que distribuyó por medio de una red social el pasado miércoles.
Lo más positivo sería que se afianzase la movilización de las izquierdas contra unas derechas agresivas, autoritarias y sectarias, como demuestran en las comunidades en las que gobiernan, que amenazan los servicios públicos. Hoy es primero de mayo, un buen día para demostrarlo. El PSOE debería reflexionar sobre los riesgos que entraña un liderazgo demasiado personalista y muy desgastado, tarde o temprano, necesitará un recambio y sería bueno que lo fuese preparando.
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