La Revolución Francesa es algo que nos queda demasiado lejos o ya no nos suena más allá de la toma de la Bastilla, el 14 de julio, como día de Francia, o se asocia directamente con el Napoleón belicista que se coronó como emperador. Pero tan lejanos y sangrientos acontecimientos trajeron avances que permitieron dejar atrás el Antiguo Régimen, entre ellos la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789. En ella se regula por primera vez de forma expresa la presunción de inocencia. Y como derecho fundamental lo recoge hoy nuestra Constitución en su artículo 24.
Sin embargo, que esté plasmado por escrito como derecho no es suficiente. El 16 de octubre de 1789, diez meses después que su marido, el rey Luis XVI, María Antonieta fue ejecutada en la guillotina en la plaza de la Revolución entre gran algarabía, para regocijo de la población que la insultaba y abucheaba.
Hace unos días conocíamos la noticia de una mujer, investigada por asesinato, que ha pasado dieciocho largos meses en prisión y que ha visto archivado el procedimiento por considerar que no había indicios de su participación en el delito. Ese año y medio de su vida en prisión es ahora visto como una injusticia, pero sin duda, y así lo reconoce ella, cuando ingresó en prisión hubo gente que la abucheó o insultó.
La presunción de inocencia nos suena a todos, pero su aplicación práctica se nos resiste. Cuando conocemos unos hechos no nos paramos a pensar si habrá otra versión, si serán parciales, sino que nuestra mente juzga de forma más rápida que el tribunal de María Antonieta. Y formulada nuestra convicción, sentenciamos sin derecho a recurso.
Hay demasiados casos como el de esta mujer, a quien las nuevas tecnologías y el seguimiento de ubicación de una aplicación han ayudado a demostrar que no estuvo en el lugar del delito aquella noche. O el muy tristemente famoso caso de Dolores Vázquez, acusada y condenada por un vil crimen que no cometió, y que solo gracias a la llegada del examen de ADN pudo ser exculpada.
Estos casos deberían recordarnos que la información parcial o la sospecha no son suficientes para sentenciar. Que la regla es la de no estar en prisión mientras no hay una sentencia firme que declare la culpabilidad en base a hechos probados. Hasta ese momento, la regla es la de la inocencia, es otro quien debe probar la culpabilidad, no el investigado o acusado su inocencia.
Todos llevamos dentro un Gran Hermano inquisidor y acusador al que debemos domar. Que la revolución de las nuevas tecnologías y la sociedad de la información no nos lleve a destruir un derecho que llevó siglos conseguir.
Comentarios