El mediodía se había alejado ocho minutos cuando opté por entrar en el café en lugar de quedarme en la terraza. El día era fresco y lloviznaba a unos tres kilómetros de la costa llanisca y a nueve de la villa que la denomina. Había dos mesas libres y no me senté en la más próxima a la tele porque había algunos vasos, no por el sonido, que tienen la deferencia de quitarlo y siempre se puede echar un vistazo a las noticias de La 1 que aparecen escritas, en formato de titulares, en la parte baja. Ocupé, pues, la de enfrente, sin cacharros y limpia, desde la que también tenía un buen ángulo de la pantalla LED.
Puse el libro sobre la mesa, el lápiz, el tajador con recogedor, el cuadernillo donde tomo notas y las gafas de lectura. Me quité la parka, que colgué en el respaldo de la silla elegida. Antes, había pedido en la barra un café con leche y agua y dejado un billete de cinco euros para que no tuvieran que volver dos veces. Pero la empleada volvió, con la franca sonrisa y las exquisitas maneras que la caracterizan, a ella y a sus dos habituales compañeras, que tanto me distinguen, un honor que me conmueve y hace realmente especial el momento. Los «grandes» detalles como estos revierten mi habitual desesperanza por los hechos de los hombres, diluyendo los nubarrones que circulan en mi cabeza.
Creo que la chica regresó porque suelo dejarle los 30 céntimos que van del 1,20 euros que cuesta el café al 1,50 euros, a modo de redondeo. Y me trajo un pequeño recipiente a rebosar de cacahuetes pelados. Yo, que cogí la costumbre de llevarme la mano derecha al pecho que resguarda el corazón desde la pandemia, le hice ese gesto mientras inclinaba hacia delante levemente la cabeza, tal y como me enseñaron mis entrañables Hiroshi y Yumiko.
Vertí un poco de azúcar de la bolsita en la taza, que removí, tomé unos tragos de agua, miré unas pocas noticias en la pantalla plana y abrí el libro que acaba de publicar el crítico de cine Carlos Boyero, No sé si me explico, en el que narra descarnadamente sus venturas y desventuras en una profesión que ejerció durante 45 años (de tanto en tanto sigue escribiendo alguna columna en El País, desde donde hace chasquear su látigo contra la mediocridad).
Tenía la marca en la página 27, donde empieza el capítulo dos, que tituló «¿Qué he hecho yo para merecer esto? Almodóvar» y que comienza así: «El nombre de Pedro Almodóvar no me sabe a nada. Bueno, sí, a hastío (…), es un verdadero especialista en escenas bobas y en hacerme sentir vergüenza ajena». Boyero salva cuatro rodajes de la numerosa filmografía del manchego, en la que descubre a un director que «tiene mucho más de fenómeno sociocultural que de cine. Es una marca y la explota hasta el delirio. Es el emperador del «marketing». Junto a Andy Warhol, otro tipo que me ponía enfermo, no conozco a nadie con la capacidad de autopromoción de Almodóvar».
Y finaliza Boyero el capítulo que dedica a Almodóvar: «Y él, que debía de estar más allá del bien y del mal, se ha dedicado durante demasiado tiempo a pedir mi cabeza a los jefes de los sitios donde trabajaba (…) Por todo ello, para mí, además de ser un prescindible director de cine, Pedro Almodóvar es un tipo deshonesto. Lo creo de verdad».
Mi inmersión es estas páginas, que apenas me permitió tomar unos sorbos de café y de agua, pero ni un solo cacahuete, fue tan profunda que, cuando emergí, sentí lo que sentiría en cualquier otra circunstancia, que me estaba haciendo pipí. Me levanté como un rayo y fue al váter, y meé y meé. Me lavé las manos, me las saqué y fue a mi mesa, todo en ¿cuánto?, ¿cuatro minutos tal vez?, donde había dejado el libro, el lápiz, el tajador con recogedor, el cuadernillo de notas, las gafas de lectura, el café casi entero, el vaso de agua a más de la mitad y los cacahuetes sin tocar.
Durante ese corto tiempo, una pareja de mediana edad (que dice poco o casi nada sobre la edad) y de buen ver, sobresaliendo ella por su cabello de oro, había ocupado la mesa cercana a la tele, la que se enfrentaba a la mía. Comencé el capítulo tres, que Boyero dedica a las series de las plataformas y que, como se imaginarán, salen muy mal paradas, pero que mucho, y de las que rescata solo un puñadito: The Wire, Los Soprano, Breaking Bad, Mad Men, Boardwalk Empire y Deadwood.
En un punto y aparte de la página 37, cuando el autor se disponía a analizar las series españolas, alcé la cabeza y estiré el brazo izquierdo buscando los cacahuetes y… ¡habían desaparecido! Al pronto, vi el continente y el contenido en la mesa en la que acababa de sentarse la pareja de buen ver y ropa acorde. Intuitivamente, o sea, como un tonto, comprobé si la taza y el vaso seguían en su sitio, y sí, seguían en él, por lo que deduje brillantemente que a la pareja tan «mona» le interesó solo los cacahuetes. Yo retomé la lectura porque, ¿cómo iba yo, ser adicto a la razón (!?), a enfrentarme de palabra u obra por unos cacahuetes, con el riesgo de acabar a gritos ante los clientes que casi llenaban el local?
Ellos se marcharon pronto, aunque no sin haberse zampado antes todos y cada uno de los frutos secos. Es de suponer que, de ser aceitunas, habrían dejado una, que todo tiene su límite, ¿no? Vino mi «ángel» a recoger la mesa y, cuando depositó la tarrina en la bandeja, le dije (créanme, lo dije por decir, por chismorreo) que el recipiente ahora vacío me lo había traído ella con anterioridad y me lo habían mangado. «¡No me digas!», exclamó llevándose la mano derecha a la boca, y luego: «No me lo puedo creer, no me lo puedo creer».
Le quité todo el hierro que tenía el asunto y al poco de reencontrarme con la página 37, esta maravillosa mujer me trajo otro plato con cacahuetes. «¡Oh, qué majas eres, por Dios!; pero no hacía falta, que en un minuto me iré a comer los sabrosísimos garbanzos cocinados por Ana». Nos sonreímos. Soy consciente de que todavía tengo mucho de mono, pues la evolución no acaba de ajustarme las rodillas y la columna para el bipedismo, pero creo que no soy tan mono como la pareja «mona» que me birló el aperitivo. O eso quiero creer.
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