Incertidumbre y locura

OPINIÓN

Oleaje en el puerto de Viavélez
Oleaje en el puerto de Viavélez Eloy Alonso | EFE

14 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Una noche de esta semana volví a ver unas de las joyas cinematográficas que crean los hermanos Coen, El hombre que nunca estuvo allí, de 2001, donde el personaje que interpreta Billy Bob Thornton, Ed Crane, nos hace tocar pedacitos de cielo. En sus cavilaciones, que no en palabras dirigidas a otros, que es de una parquedad muy bienvenida en nuestras sociedades ruidosas y banales, reflexiona acerca del «principio de incertidumbre» del físico alemán Werner Heisenberg, hallado en sus trabajos de mecánica cuántica, y que Ed lo deriva a las relaciones humanas, pero manteniendo su esencia, a saber: observar implica alterar el comportamiento de lo observado.

Ed Crane llega a alterar el sino de su esposa infiel, del amante, que es el jefe de ella, de un embaucador y de él mismo al tratar de cancelar su vida baldía de tanto intentar escrutarla, alterando desdichadamente el par masa/movimiento de las «partículas» particulares que se mueven en torno a él y que, en general, nos convierten en bolas de billar que chocan unas con otras desviándose constantemente.

La incertidumbre es un elemento desestabilizador de primer orden que sacude las vidas a fondo, aunque a unas más que otras, porque no es lo mismo tener una cuenta corriente que otra o una propensión más al mal que al bien, dicho esto así, en bruto, con la intención de ser claro. Sobre esto creo que Freud escribió algo profundo con lo que me topé, aunque pudo ser de Jung. En todo caso, la idea es que una vida va ser muy diferente dependiendo de si se cruza con ella un individuo como Luis Rubiales. 

Resulta, pues, que lo permanentemente incierto hace que el intelecto sea más una fiesta desenfrenada que un locus amoenus, un lugar de inseguridad más que de seguridad. Pero de una inseguridad que nos transporta a la mismísima locura, bien individual, bien colectiva. Porque cómo explicar el arrancar a mordiscos las carnes de la víctima (Hannibal Lecter), cómo llegar a cortar la cabeza del padre y usarla como balón de fútbol (Ribera de Arriba), cómo matar a los hijos para hacer caer en el tormento a la madre (en menos de cuatro meses, siete niños).

Una viñeta reciente de El Roto en El País refería el lamento por saber leer. Añadamos a este el lamento por ver en todas y cada una de las ocasiones, y por escuchar, sentir y oler la descomposición de lo cercano, y aun de lo lejano, porque los intelectos de los «cuerdos», no ya de los locos catalogados, que son una minoría, están más sibilinamente enajenados que la de los oficiales, y son, en definitiva, la causa del horror cotidiano que se incrusta en la intersección entre los que amaestran desde el poder (del dinero, de la política…) y los amaestrados, figurantes zombis que descarnan irremediablemente el Mundo y, además, con deliquio y presura.