I.- Entre la aldea y la urbe
El ocho de abril, por la mañana, regresé a la Villa de Gijón, desde la aldea, pues, aunque nacido en la ovetense Ciudad, también soy de aldea. Soy aldeano, lo repito, si bien no estoy «matriculado» en la llamada Seguridad Social Agraria, rama de vaqueiros ni «ferreiros», oficios del Occidente y de las Brañas. Tampoco soy de Salas. Llegué a lo alto del Infanzón con mi cuadernillo de notas, viendo al fondo, al fondo de Gijón, cómo las chimeneas de fábricas escupían venenos, averiando los pulmones de tantos y tantas, que sobreviven en la zona Oeste, también de indios, siempre derrotados frente a los otros.
No resulta casual, si se miran los planes, que las autoridades, las gijonesas, «grandonas», de ahora y de siempre, de acuerdo con los poderes fácticos, hayan permitido que donde tantos trabajadores viven, también mueran por respirar venenos. Y la cosa llega a hasta Aboño, que es crematorio también por ser de pulmones de polvos, habiendo hecho desaparecer la bonita Ría, como siempre, a precio bajo, bajísimo, un regalo.
El fin de la primera semana de abril, para mayor cataclismo, llovió barro, apocalíptico, que, según leí en la Biblia de Jerusalén, también llovió a los israelitas, en el desierto, que fueron desde Egipto hacia su Tierra Prometida. Parece ser que lo de ellos fue por tener propensión a la idolatría y tener un dios celoso. Nuestro caso es diferente, pues ni somos idólatras, algunos lo discuten, ni nuestro dios es celoso, tal como predica el Papa Francisco, que, acerca de Dios, tanto sabe.
Se asegura por unos, que la caída lluvia, con barros del desierto, fue por culpa de Barbón, del que se dice que es gafe. Y ello puede ser así, aunque ya tenga sucesor, que la gramática lo anuncia: es varón, de redonda cara y cabeza, y no, en cualquier caso, una hembra rechoncha. Y eso que él dijo: «aunque yo soy inspector de Hacienda», suena a vanidad, a asunto de vanos, pecado frecuente de opositor.
II.- En «Lola Melón» y no en «Lola Papaya»
En pantalón corto, llamado meyba en tiempos de Gijón, capital de la Costa Verde, habiendo dejado en la arena el cuadernillo de notas, me bañé en la Playa de la Ñora, antes de beber allá abajo un vermut rojo en «Casa Pachu» y otro blanco en «Lola Melón». Me parece bien que la tal Lola se apellide Melón, tan de aquí, y no Papaya, «Lola Papaya», que sería del otro hemisferio. Ese restaurante es buen sitio y con buenas prestaciones para el cuerpo y el alma, con pipas de melón y también de calabaza.
Fue, estando sentado en la «Lola», oyendo músicas en directo, cuando vi los cochazos, de alta gama, de los papás, en los que las nenas y los nenes, con pendientes de moda en los lóbulos de las orejas, enormes y agujereados, hasta allí llegaban a velocidad del rayo, asustando a los cochecitos «desgamados» de los y las, ellas y ellos, sin tricornio y del «todo por la Patria», aparcados en El Peñucal, casi escondidos. Desde la terraza de «Lola Melón» vi el mar de color verde y no marrón como desde el llamado «Muro de la vergüenza», por mala arquitectura, se ve el mar de la Bahía de Gijón.
En la aldea, la mía, ni siego prados, podo árboles, ni por antecedentes o ascendientes, tengo la más mínima afición a hacer oficio de capador. Soy bucólico y pastoril como Virgilio, recitando Églogas y Geórgicas. Entre unas y otras, leo libros sobre materias heterogéneas, también de formación profesional, como si fuere estudiante en La Laboral o en el Revillagigedo, ya sin jesuitas allí ni aquí, según anuncio de estos días.
III.- Libros de Pre-Textos
El pasado fin de semana, aquí publicado «Gijón siempre grande, ande o no ande», lo dediqué, en su integridad a Pre-Textos, pues dos libros de esa Editorial me entretuvieron, espantando, por momentos, a peligrosas avispas velutinas, que se acercaban desde su nido, un enorme bulto o tumor de hojas y ramas, colgado en un árbol del vecín.
El primer libro me resultó pretencioso, pues su autor, que se apellida Jaramillo Agudelo, lo tituló Conversaciones con dios. Y es tan pretencioso que lo empieza así, tan retador: «Señor, tú que no existes, tú que tienes el privilegio de la nada, Señor de la música y la muerte». Y lo acaba también así: «Soy el dios que ustedes inventaron, fabricado sobre medida para cada uno de ustedes, me dijo en un susurro antes de esfumarse definitivamente». En medio, lo muy terrible y evidente: «Son muy grandes los silencios de Dios».
Y lo que antes no entendí, que lloviera barro, lo comprendí luego, leyendo el libro poético. Traté de tranquilizarme y casi, con zozobra y apuro, como con ansiedad, intenté localizar a mi párroco rural. No conseguí dar con mi querido Maximino, encontrándome yo, después de la lectura poética, en mínimos, como si fuera una pulga, animalito diminuto tan de la afición de Monterroso, el minimalista de Tegucigalpa.
El segundo libro se titula Ensayo sobre el humor literario, cuyo autor lleva nombre y apellido ambiguo, Pedro Charro, pues pueden ser de humor o de lo contrario. En ese libro, leído con posterioridad al «Gijón, siempre grande, ande o no ande», se contienen unas verdades sobre el humor, «como puños», que no precisarán comentario, bastando que el lector o la lectora las medite en silencio, que es lo que suele hacerse con Dios:
1º.-Humor como algo corrosivo, como una manera de atacar el poder y la dignidad, y hacerlos sentar sobre un clavo (página 31).
2º.-Humor como género, una técnica, una mirada o un condimento, etéreo como una pompa de jabón, o una chispa. Como una rebelión contra el poder, la solemnidad y lo establecido (página 33).
3º.-Humor como ejemplo: «¿Por qué tiras las pipas a mi terraza?», reprocha un vecino a otro. «¿Y por qué pone usted su terraza debajo de mis pipas?», responde el otro (página 78).
4º.-Y humor como ojo, que ve la miseria que se esconde siempre tras la pretensión de grandeza y la retórica grandilocuente (página 148).
IV.- Ya dentro, en el Palacio de Revilla y Gigedo
A la hora mandada, en la Semana Santa, en hora de Pasión y horas antes de la Gloria, me presenté en el sitio acordado, ratificando nombre, apellidos y hasta el número del papel de identidad. La identidad en papeles, asunto, ciertamente, muy interesante, hasta policial. La dama-guía situó al personal para contemplar la Exposición Orto y ocaso, también según los argentinos Culo y ocaso, en el palaciego patio. La emoción fue intensa por razones varias.
Primero, por ser lugar de Epopeya y de Popeye; también emoción por pisar sitio muy comodaticio, o lugar-objeto del comodato, o contrato «sietemesino», por ser por plazo de siete meses, entre la Fundación Cajastur y el Ayuntamiento de Gijón, que ahora ya es «dinamizador cultural». No toda la «Casa Palacio» es lugar de comodato, pues se excluyó («Estipulación primera»), la Colegiata con advocación a San Juan Bautista, no excluyéndose otras dependencias edificables, hoy solares, según leo en Registro.
Al principio, al leer el contrato por primera vez, en los datos del expediente municipal, al constar «Arrendamiento, cesión y derecho de uso a favor del Ayuntamiento», sentí un escalofrío y pensé momentáneamente en lo peor (por lo del arrendamiento). También sentí escalofrío al leer, ya en cláusula lo siguiente: «El Ayuntamiento se referirá en todo momento anuncios, folletos, cartelería, etc. al inmueble cedido como Palacio Revillagigedo de la fundación Bancaria Cajastur». ¿Qué querrá eso decir, lo sabrá el Ayuntamiento, lo sabrá el señor Conde? Esto es asunto posiblemente de calado, si se tirase de la cuerda...
Tampoco se han de tener incluidos en el «comodaticio comodato», ni son objeto de la Exposición de artes industriales (vidrio y loza), los tres caballitos de madera situados en el patio, al parecer modelos para los otros caballitos de La Escandalera, en Oviedo. De la propiedad de estos caballitos, los de madera, no dudo, no sabiendo si son muebles o inmuebles, pues no pude, para evitar escándalos, tratar de moverlos, para comprobar «si está unidos a un inmueble de manera fija», según el artículo 334 del Código Civil.
Me llamó la atención la Estipulación vigésima que, queriendo ser de prudencia, es indiscreta. Dice esa Estipulación: «Ni el contenido de este contrato, ni la propia existencia de este podrá ser dado a conocer a los medios de comunicación sin el consentimiento previo y escrito de ambas partes». Sólo faltó escupir y enseñar, tieso, el dedo largo de la mano derecha, y exclamar ante las chicas y chicos de los medios de comunicación y de las esquinas: ¡Fute, fute y miau, miau!
Y para no aburrir a los lectores y lectoras, con ansiedad por lo que ha de venir a continuación, no cuento más del contrato. Ahí, por ahora, lo dejo. Después de admirar los negros y grises, colores del cuadro, el de siempre, el de M. Abades, para no atravesarlo, giramos a derecha e izquierda, como bordeándole, dejando a los caballitos a la izquierda, y subiendo a la primera planta por escalera, yendo a la cabeza la dama-guía, cual clérigo que encabeza el duelo por defuntiños, y como cantando todos «el gorigori» de difuntos.
Ya en la primera planta, dedicada al arte industrial del vidrio, Cervantes resultó importante: por lo del Licenciado Vidriera, don Tomás Rodaja, el del melocotón amarillo, y por lo de las Bolas «espanta-brujas», dos colgadas del techo, y otras anunciado: «Estas bolas se solían colocar en las entradas, patios y corredores de las casas para evitar el acceso de las brujas, y protegerse del mal de ojo. Los seres malignos se verían reflejados en su superficie aumentados y deformes, imagen espantosa que los ahuyentaría». Y aquí, el lector o lectora, podrá entretenerse tratando de colocar bolas, muchas bolas, para espantar a tanta bruja o brujo, que, sin duda, conocerán.
Y en El coloquio de perros, Cervantes escribió lo que Berganza dijo a Cipión sobre la hechicera llamada la Camacha de Montilla, bruja famosa: «Traía a los hombres en un instante de lejanas tierras; remediaba maravillosamente las doncellas que había tenido algún descuido en guardar su entereza; cubría a las viudas que con honestidad fuesen deshonestas; descasaba a las casadas y casaba las que ella quería». Y la Camacha, con la tristeza propia de la impotencia, se lamentaría después: «He querido dejar todos los vicios de las hechicerías en que estaba engolfada muchos años había, y sólo me he quedado con las curiosidades de ser bruja, que es un vicio dificilísimo de dejar».
Después de contemplar con la pulsión de pasión, de Freud, el de El malestar en la cultura, tan contrario al presente «bienestar cultural» del Ayuntamiento tan proclamado, y de ver Opalinas, lo de La Fresca, el vidrio prensado y grabado, todo de La Industria y algo de La Bohemia española, subimos a la planta segunda, dedicada al arte industrial de la loza, para ver soperas y platos de La Asturiana, la de la loza. Había allí hasta una Virgen de Lourdes, asegurándome que estaba expuesta porque el llamado Reglamento municipal de Laicidad no estaba aprobado definitivamente por decisión del bipartito gobernante y el aplauso del tercero, el de Abascal.
Y así concluyó lo del «Orto y Ocaso», que supo a poco, incluso sin catálogo, pues lo anunciado con tanta fastuosidad y altisonancia, quedó en poco, pues pocos fueron los «fondos museográficos de las partes industriales (vidrio y loza) propiedad del Ayuntamiento» allí expuestos. Y lo de que las fábricas de vidrio y loza fueron fundamentales en el desarrollo industrial de Gijón en el siglo XIX, requerirá una nueva Exposición en condiciones, con aportaciones de piezas importantes de vidrio y loza, de coleccionistas privados de aquí que tantos hay.
V.- Don Francisco Crabiffosse Cuesta y la Caja de Ahorros de Asturias
En el artículo anterior, el del «Gijón siempre grande, ante o no ande», se escribió, para este, lo siguiente: «También recordaremos a Doña Etelvina Cuesta Valls, que vivió en el piso cuarto del número 6 de la calle Mendizábal de Oviedo, y en cuyo bajo comercial estuvo la afamada tienda Calzados Garrido. Y es que Doña Etelvina fue tía de don Francisco Crabiffosse, director científico y muchas más, muchísimas 'cosas' más, hasta alguna relacionada con la extinta Caja de Ahorros».
Don Francisco, entre otras colaboraciones, para la que fue Caja de Ahorros de Asturias, está la de haber participado en el libro de grandes dimensiones, que ocupa tanto espacio en las bibliotecas, también en la mía, titulado Un siglo de Mecenazgo (Colección Caja de Asturias). Libro importante, editado por la propia Caja en 1996, en el que Manuel Menéndez presentó al libro como una aportación patrimonial y «entrañable» de la Caja de Ahorros de Asturias «a la crónica de la plástica reciente».
Ese texto, para estos momentos, en los que tantas dudas existen sobre el destino de la Colección, sin que el mismo Menéndez haya dado explicaciones, y sin que se las hayan pedido los políticos protectores y encubridores, es especialmente interesante.
E interesante es lo que en el libro también escribe don Francisco Crabiffosse, que primero titula Caja de Asturias, Patrocinio y Mecenazgo, y a continuación Arte español, europeo y americano en la Colección Caja de Asturias.
Ambos textos, muy importantes, el de Menéndez y el del señor Crabiffosse los analizaremos en el siguiente artículo. Y lo de doña Etelvina, tía carnal de don Francisco e hija de don Manuel Cuesta que emigró a Chile, lo traje y vuelvo a traer a cuento, porque en el lejano año 2012 me llamó desde su teléfono, que terminaba con los números 523, para invitarme a su domicilio y contarme cosas del «Prao Picón», declarándose interesada por mis escritos sobre tal «Prao», invitándome a su casa, enfrente de El Filarmónica.
Acepté gustoso la invitación y, por ser entonces notario, comuniqué a doña Etelvina, que, por prevención, siendo persona tan mayor, pues tenía entonces 85 años, y sin descendientes, debería advertir a todos, incluso a la cuidadora, del inocente objeto de mi presencia, evitándose en lo más posible las intranquilizadoras e incordiantes conjeturas y conjuras testamentarias.
Supe desde el 14 de enero de 1996 la existencia de don Francisco Crabiffosse, pues aquel día escribió él en La Nueva España un artículo, que me gustó mucho, con ocasión del fallecimiento de José Pérez Montero, que aparece en el artículo fotografiado, de manera esplendorosa, en su casa, en el Prao Picón, construida en 1914, sobre terreno adquirido por el pintor José Pérez Jiménez, padre de Pérez Montero, al abuelo Cuesta, don Manuel, y padre de doña Etelvina.
Continuará.
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