Historia de una estufa

OPINIÓN

Una mujer echa leña a la estufa con la que se calienta
Una mujer echa leña a la estufa con la que se calienta maria hermida

04 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

En aquella plaza, durante unos años, se celebraron fiestas del barrio. Hoy no existen, pero de niño mi madre me llevó una vez a montar en algunos de los cacharros, un tiovivo y una noria, y en el puesto de churros me compró una porra. La plaza estaba viva esos días, pero lo normal es que fuera un escenario como de apocalipsis, toda vacía, rodeada de amenazadores soportales mal iluminados, un circo de los horrores gris donde acechaban las sombras de la heroína. En esa misma plaza, según entras en ella desde el paseo ancho que recorre el barrio de punta a punta, a la derecha, murió una chica con síndrome de Down. Esa semana muchos se acercaron a cotillear porque se veía el desastre desde la calle. Las paredes de hormigón de la terraza de un piso en la segunda planta estaban negras y faltaban los cristales de las puertas del salón que daban acceso. Eran días fríos, en enero, tal vez febrero, y la chica quiso calentarse. Nadie en el barrio tenía calefacción y la gente se calentaba como podía con braseros y estufas catalíticas. La madre de la chica había ido al mercado a hacer la compra y la hija intentó encender la estufa. De alguna manera, aquello encendió mal y la chica acabó volando por los aires junto con buena parte del salón. Murió casi en el acto, o al menos eso quise pensar de niño para evitar imaginar una agonía de minutos durante los que sintió dolores por todo el cuerpo completamente aterrorizada. 

En casa teníamos una estufa de butano. Casi todos en el barrio teníamos una, y el camión que repartía las bombonas pasaba todas las semanas por el aparcamiento entre bloques y entonces, Gabi, un chico del barrio de tez morena, golpeaba con una bombona bien fuerte contra los hierros de la parte de atrás del camión para que todos supiéramos que estaba allí. Si le pagabas un extra, te la subía él mismo a casa, y muchas personas mayores lo hacían porque vivían en un tercero o cuarto sin ascensor. También teníamos un brasero eléctrico que colocábamos bajo la mesa del salón y que acababa chamuscando las faldillas de la mesa y las suelas de nuestras zapatillas. Otros solo tenían la estufa, y otros solo el brasero. Algunos solo tenían mantas.

Desde la muerte de la chica en la Plaza Primero de Mayo, me empezó a dar mucho respeto nuestra estufa. Me hacía cruces pensando en si realmente no había otra forma de calentarnos. Aquel accidente no fue el único protagonizado por esos cacharros en el barrio, así que me costaba mucho decidirme a ponerla en marcha en casa aunque estuviera encogido por el frío. Podría haber pasado en cualquier momento, supongo.

Si el accidente de la plaza hubiera ocurrido el día que mi madre me compró una porra, podríamos haberlo visto desde la calle. La churrería ambulante estaba a escasos metros del portal donde ocurrió, y desde uno de sus laterales se podían ver las terrazas. Tengo ese pensamiento a veces, el de estar cogiendo la porra de manos del churrero y justo en ese instante ver cómo se me cae de las manos al tiempo que una brutal explosión sacude los cimientos del portal. Imagino a la gente corriendo despavorida y a los niños pidiendo a sus madres que les bajaran de la noria, pero lo que más imagino es a los bomberos y a la policía llegando tarde porque esa siempre fue la forma en la que se atendía a la gente en el barrio. 

Recorrer la zona hoy es una experiencia dolorosa. Cuando voy allí a ver a mi familia, bajo del autobús en la parada cerca de Nuestra Señora de Belén, no muy lejos del lugar de la explosión. Desde ahí voy andando por el barrio y me desvío para entrar en la Plaza Primero de Mayo. Es un nombre significativo: el nombre de la fecha en la que se conmemora a los mártires de Chicago y al movimiento obrero para nombrar una plaza en un lugar que representa la derrota de la clase obrera. En la parte más alejada del bellísimo casco histórico de la ciudad, todavía quedan portales sin puertas y sin buzones, pero son los menos. En verano, todavía hay señoras que salen a la fresca con sus sillas plegables a pasar la tarde sentadas a la sombra de los soportales bebiendo agua y comiendo pipas. Cuando era niño el ambiente era tenso, peligroso, pero también lleno de vida y esperanza intermitente. Hoy es un lugar fantasmagórico a pesar de los destellos, como si las décadas transcurridas desde el accidente con la estufa catalítica hubieran llenado de vergüenza y miedo a sus habitantes, como si se rehuyeran unos a otros, como si los medios de comunicación que durante más de cuarenta años solo han hablado del barrio cuando ocurría algún hecho terrible tuvieran razón, como si supiéramos que somos más defectuosos que los demás, que nuestra vida es lo que hizo el barrio así y como si la negligencia de las autoridades no existiera. A medida que te adentras en los bloques de ladrillo y hormigón, se pueden ver frondosos jardines que no estaban allí cuando yo era niño, asegurados tras alambradas y cercas imposibles, que es lo peor que puede tener un jardín, la imposibilidad de ser visitado. Hay bancos de hormigón rotos y carcomidos que ya estaban allí cuando mi madre me compró la porra, hay nuevas pintadas tontas de personas que no conozco, hay suciedad porque hay menos papeleras que en los barrios de la gente con menos defectos. Hay, en general, menos de todo porque hay menos dinero, y uno tiene el barrio que se puede pagar, que es el principal defecto de todos, el de ser pobre, y eso nadie te lo perdonará nunca.