La relación entre la política y los medios de comunicación nunca ha sido fácil. Aunque ambas partes tienen intereses comunes e incluso se retroalimentan con el fin de captar la atención e influir en la ciudadanía, el trato no es siempre cordial y fluido. La verdad es que cuando me pongo a analizar los objetivos de cada ámbito he de reconocer que me encuentro en medio de una disputa a la que no le puedo dar la razón en exclusiva a una de ellas. Por parte del periodismo es elemental que ‘el cuarto poder’ utilice fuentes oficiales y fiables (no para ser objetivos, porque eso no existe, sino para contar la actualidad desde la honradez), que tenga garantizado el acceso a la información para evitar bulos y malinterpretaciones de datos (hay que plantarse ante las ruedas de prensa sin preguntas) y que la independencia editorial sea lo suficientemente fuerte para no doblegarse al poder (sin que sus ingresos dependan, en exclusiva, de la publicidad institucional). En el caso de la clase política, lo que resulta muchas veces desesperante es que no siempre las noticias que se quieren transmitir a la sociedad son las que aparecen de modo destacado en las radios, televisiones y periódicos (e incluso hay casos en los que determinados dirigentes tienen vetadas sus declaraciones). No me queda claro si el periodismo quiere cada vez más dirigir la política (a través de las tertulias de televisión y de radio y de las tribunas en prensa) o si es al revés. En esta época donde el espectáculo y la polémica se impone a los debates serenos e importantes, la relación entre la prensa y los gobiernos es un amor-odio. Hay una serie de personas que se suponen que son las más adecuadas para organizar ese vínculo, pero como hemos visto con personajes como Miguel Ángel Rodríguez, son peligrosos. Lamento muchísimo y condeno la campaña de difamación y de acoso realizada por el jefe de gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid contra compañeras y compañeros que, en el ejercicio de su trabajo, han sido señalados y amenazados. Es preocupante este clima de tensión y más cuando estas acciones parten desde las instituciones que no deberían permitir estos abusos. Imagino que será mucho pedirle a Isabel Díaz Ayuso que cese a este señor, y más si va a seguir de actualidad el supuesto fraude fiscal de 350.951 euros cometido entre 2020 y 2021 por su pareja actual (Alberto González Amador) a través de sociedades pantalla y facturas falsas (además de todas las novedades que se van conociendo de la vivienda en la que viven en Chamberí y cuyo coste superó el millón de euros). No obstante, lamentablemente no pronostico que esta crisis reputacional le vaya a costar el cargo a nadie, tal y como ocurrió en las residencias de Madrid durante la pandemia con los llamados ‘protocolos de la vergüenza’ (murieron 7.291 personas mayores abandonados a su suerte).
Se hace difícil entender que justo ahora pueda salir Dani Alves de prisión. La Audiencia de Barcelona ha decidido conceder la libertad provisional al jugador si deposita una fianza del 1,82% de su patrimonio (un millón de euros), cuestión que ayer no le fue posible, y con una serie de condicionantes, como la de que entregar el pasaporte y no abandonar España o la de presentarse cada semana en el juzgado. Cabe recordar que el brasileño fue condenado el mes pasado a cuatro años y seis meses de prisión por violar a una mujer en la noche del 30 al 31 de diciembre de 2022 en la discoteca Sutton de la ciudad condal. Es cierto que faltaría por resolverse los recursos presentados y, por tanto, no hablamos de una sentencia firme, pero el propio presidente de su país, Lula da Silva, en un acto de su partido político ha dicho que “el dinero que tiene Alves, el dinero que alguien le pueda prestar, no puede comprar la ofensa que un hombre le hace a una mujer al cometer una violación”. Socialmente se puede interpretar que hay una justicia distinta en función de la capacidad económica de la persona, algo que para una sociedad democrática genera sentimientos peligrosos, sobre todo por el posible incremento de la desconfianza de la ciudadanía en sus instituciones y, concretamente, en el poder judicial.
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